Aquí seguimos, en la tarea más sana y en el producto más blanco (ordeñando). Al hilo de la exposición fotográfica del Museo del Pastor de Villaralto, sobre Esas Grandes Mujeres. Madres y abuelas, quisiera hacer alguna consideración. Por supuesto mi enhorabuena por el esfuerzo de estas mujeres (organizadoras), que tal vez sea interpretado por algunos como algo manido, alicorto y de poca sustancia, pero cualquier granito de arena es bueno y ayuda a reafirmarnos y mover conciencias. Claro que estamos atiborrados de actos y gestas institucionales que son pura pandereta, y no sirven para mucho tantas veces..., pero cuando sale de dentro en los rincones más recónditos de nuestros pueblos sí que merece un aplauso. Dicho esto, me vienen a la cabeza las precariedades que han tenido nuestras abuelas a través de las fotografías; claro que no se trata simplemente que antaño fueran retratadas poco y mínimamente por imposibilidades económicas (como los hombres de pueblo), sino que cuando se hacía estaban sembradas lógicamente del sentir del momento. Si exceptuamos algunas fotos antiguas con cierta naturalidad (mínimas, si nos remontamos a las primeras décadas del pasado siglo), la mayoría se ajustan a los momentos cruciales de la vida: alguna foto de mocedad en eventos de mucha trascendencia personal, que realzan la belleza de nuestras abuelas y bisabuelas (entonces jóvenes) como jóvenes actrices restallantes de juventud, siguiendo los prototipos al uso; sobre un fondo neutro de estudio, sin espontaneidad alguna y con miradas perdidas al infinito, con ojos profundos que taladran el tiempo y el espacio, pues efectivamente así eran entendidas para la posteridad (como algo único y un recordatorio de un tiempo); las típicas y estáticas fotos de la boda que habían de ser el estandarte iconográfico de la casa, sentenciando el sagrado sacramento del matrimonio, y las subsiguientes fotografías (tres o cuatro a lo largo de la vida) con los hijos y el marido en la cartilla de familia (que he podido rescatar de mi tatarabuela María), que son todo un poema; finalmente las fotografías de ancianas ya decrépitas, ensalzando con orgullo la altivez de la raza de un género exprimido hasta la desazón, que respondían a esporádicas situaciones de fiesta o entierro, y apenas si rubricaban la antesala de la muerte..., y poco más. Las modernidades que venían como avanzadilla en tiempos más modernos nos dejaron algunos retratos de las abuelas con la familia o algún vecino, visitantes acomodados o en fiestas del pueblo donde siempre venían (como dice el bisabuelo) el Donato y el Ismael con aparatos modernos. Qué estampas más cargadas de romanticismo y qué lejos de nuestros tiempos donde todo se capta al instante y todo se olvida. En las viejas fotografías era todo lo contrario, se inmortalizaban esos momentos solidificándose en el papel para la posteridad, recordándose toda la vida a través de esas pequeñas ventanas. Claro que la realidad más cotidiana de nuestras abuelas quedó en el olvido y en la sombra, pues las fotografías representan momentos insólitos y extraordinarios de su vida, pero nunca (las más de las veces) su realidad cotidiana..., nunca esa nómina alargada de tareas ingentes en las que desparramaban sus existencias. ¿Dónde están esas estampas de las abuelas en el tajo del campo y de la hacienda? ¿dónde el inmenso trajín de la crianza? ¿dónde la escuela ...(qué dolor)? ¿dónde la fiesta y la parranda..? Esa es la triste realidad de aquellos tiempos, en que las fotos son sesgos muy cortos de sus vidas y elocuentes verdades de ausencias infinitas.