viernes, 26 de octubre de 2012

Cegueras (micros)

El requiebro de la bahía guardaba en su silencio un halo de esperanza muy grande; pero también una inquietud inmensa..., y una incertidumbre gigantesca. Ni había luna en el firmamento ni los colores de la tez de ese gentío podían brillar al allego de la noche. El silencio y el miedo eran férreos como cristales ahumados, y solo las miradas ofrecían con sus brillos intensos un escardor de esperanza. Arracimados en muy pocos metros escuchan la voz tenue de un cabecilla que destila hacia el aire denso hilos endebles de órdenes, azorado y convulso. Los movimientos intensos y aspavientos incontrodados, de un cuerpecillo avispado, contrastan con las corpulencias de hombretones amedrentados y callados, que escuchan y cavilan auspiciando anhelos errantes. Nada se observa allá a lo lejos porque triunfa la obscuridad, aunque la gente sencilla e ignorante que escucha está embriada de una sarta de promesas que todos quieren creer en lo más hondo de su alma. A lo lejos se vislumbra un carguero deslizándose con la parsimonia de un paquidermo herido, que tiene a su favor toda la dimensión de la noche, toda la cobertura del tiempo que se amasa cuando la vida se detiene. Muy cerca tiemblan los corazones de un centenar de hombres y mujeres confiados en la diosa fortuna, con la ilusión que siembra la desesperanza de una vida desgraciada. Aunque desgraciadamente la deidad maléfica sigue sorteando vidas y favores con los ojos cerrados, y en ese dislate sempiterno les ha tocado una mala baza, habiendo nacido solamente a un trecho de la vida disipada. Ahora a ellos la ceguera les brinda la ocasión de creer en verdades demenciales que solamente la desesperación aconseja. Todo está ya preparado; todo está ya urdido por el destino. Solos en el ocaso de la vida se disponen como colegiales disciplinados a subir a lomos de un limbo escrito con una torcida senda de dolor. En menos de cuatro horas se habrá cumplido la tragedia. Los candorosos vecinos africanos, del continente hermano (quien lo diría), son ya caldo de cultivo de una Zodiac cargada de miseria y podredumbre que les lleva al presumible naufragio. Y se cumplió la desdicha: menos de un tercio, de todos ellos, aparecieron al día siguiente del siniestro con los ojos abiertos, sin las telarañas de la cruel mentira del occidente salutífero.

jueves, 25 de octubre de 2012

Luces

(foto correcaminos de Pozoblanco) En los días tristones de la Otoñá –como dice el abuelo–, cuando el cielo se templa de nubarrones y no caen más que pizcas de esperanza, la luz que prevalece allá en lo alto es magnífica. Qué poco disfrutamos de esas tonalidades brillantes de clarooscuros entre las oquedades nubosas, y mira que hay maravillas, sobre todo cuando el sol acuna el atardecer con cierto ímpetu de mando. Porque el sol aún se resiste a ser vencido, y pugna hasta la saciedad por no perder el ímpetu del estío, aunque es ya no son más que ansias desvanecidas. Lo más bonito son los tonos que adquieren las texturas de las hojas, de los árboles y plantas del cortijo, esos ripios de color cambiante que en su disparidad enjuagan un maravilloso caleidoscopio. Y cuando miras con calma ese paisaje, inesperado y sorprendente a un tiempo, te embriagan las sensaciones más íntimas; te tiembla hasta el aliento y escuchas los estertores del día, que buscan alas libres allá en los confines del encinar quebrado de soledad. La cotidianidad de nuestra mirada (tan cansina a veces) a unos mismos lugares nos juega malas pasadas al creer ver siempre lo mismo: unas mismas formas, paisajes y colores. Y cuanto erramos en esa percepción manida. Basta con detenerse un rato en estos días de rápido trasiego hacia el invierno para percatarnos que todo cambia de color, de olor y de sabor. Ayer andaba en mi trajín vacuno con la compaña de Mariló, que es pintora, y hay que ver cómo a su lado se aprecian los tonos y texturas; cómo se paladea el mundo de las sensaciones visuales. Me admiro con ella de lo que es una mirada educada en el color y en la luz, apreciando en el rescoldo del atardecer la variopinta riqueza de los matices. Lo primero que hace falta es una calma envidiable, y un reposo quieto atinando al frente con paciencia (que yo no tengo); mirando la atmósfera y la superficie de las cosas con el escalpelo de la retina atento, degustando en el tiempo fraccionado en milésimas los ricos pigmentos de la naturaleza. Y si haces con buen temple –me dice– observarás los miles de tonos ocres y verdosos, los celajes celestes, la variedad infinita de colores o el aura decadente y encendida del astro rey declinante. Cuando alguien ama los colores y la pintura –me repite– , ama necesariamente la luz que tiñe al universo entero. Y a estas horas de la tarde, cuando el anochecer susurra sortilegios, la panoplia de los últimos rayos te convierte la mirada, te embruja y te convence. Es tiempo de mirar allá a lo lejos; es tiempo de entender cosa tan grande; es tiempo de sentir la luz leyendo lo profundo, y amando lo más nuestro y más rotundo. Son luces de la tierra henchida de verdades.

martes, 23 de octubre de 2012

Pedroche oculto

Una de las cosas más curiosonas que tiene Pedroche son sus rincones pintorescos, en los que a veces los turistas se detienen, aunque a los mejores casi nunca llegan (ja, ja, ja). En todo caso son muchos, apreciables y fáciles de localizar. Existe sin embargo una pléyade de cosas interesantes que ni se conocen ni nos preocupamos por conocer ni los de casa: algunas de ellas están en las leyendas que todos hemos escuchado y que tienen algo de verdad (cuevas, pozos y subterráneos); en las intuiciones de los historiadores que han estudiado nuestro pasado y que no estarán muy lejos de la verdad; y otras en certezas que no queremos tocar o no se nos ha ocurrido (más bien lo primero). A mí me gusta indagar sobre estos vericuetos escondidos, y pregunto a menudo a los mayores sobre ello (a Pepe, Rafael, el tío Manuel...), aunque se pierden casi siempre en las vaguedades que les han contado e ignoran lo que hay de certeza o mentira en todo ello. Lo que más me molesta es que en algunos casos no conozcamos (al menos los más jóvenes) algunas cosas por desidia de otros o desinterés. Entre ellas están algunos espacios de la iglesia del Salvador. En repetidas ocasiones subo a lo alto de la torre para admirar el hermoso horizonte de la comarca, el paisaje y el silencioso deambular de los paisanos, pero al bajar hacia la iglesia siempre me quedo con la inquietud de conocer esos otros rinconcillos que permanecen en las tinieblas y nadie se ocupa de darlos a conocer: como los bajos que están precintados desde no sé cuándo; esos sótanos que se cerraron y tienen parte de nuestro pasado con telarañas y otras cosas que conocemos a medias..., o aquéllas que ya no queremos o quieren algunos que salgan a flote. Y qué decir de esos otros recovecos y otras cosas que prevalecen en las casas particulares sin darle la mayor importancia, cuando son muy curiosas y a veces dignas de admiración, aunque no se le dé ningún valor por conocerlas desde siempre. A menudo nos emborrachamos con las cuatro tradiciones de siempre sin mirar un poco hacia otras cosillas que tienen su interés. O tal vez no.

viernes, 19 de octubre de 2012

Frisando la perfección

Será necesario, que no lo dudo, pero a mí no me gusta. Seguro que se me echan encima parientes y allegados, vaqueros y ganaderos de todo género y condición, pero tengo mis razones; y a la crítica me arriesgo. El concurso morfológico del ganado frisón me deja siempre un saborete agridulce. Me refiero, claro está, a las jornadas y concurso que estos días se celebra en Dos Torres para valorar el ganado en esos rasgos que califican lo mejor de la cabaña ganadera vacuna: en este caso la vaca frisona Holsteins (18-20 de octubre). No quiero tirar piedras para mí tejado (pues sería una insensatez), y soy consciente de que es buena la selección del ganado, la búsqueda de mejores resultados en la producción y la cuida genética; resulta obvio que todos los que trabajamos y vivimos de la leche buscamos los mejores beneficios y rendimientos de nuestra actividad, y sería absurdo negarlo, o apostar por lo contrario. Sin embargo, que vacuo, insulso y desconsiderado me resulta la observación de parámetros del avalúo morfológico, ¡qué frío y aséptico!, colocando las vacas como simples objetos para examinarlas milimétricamente en el tamaño, forma y morfología de las ubres, el ángulo podal o la milimétrica de los pezones; la buena genética como criterio selectivo y un sinfín de razones de los calificadores. Están bien –dice Vero– y así tiene que ser para avanzar hacia lo mejor, pero a mí me da grima deshumanizar de esta manera los animales. La realidad es muy dura y difícil de digerir, porque para quien convive con todas ellas a diario cuentan muchas más cosas, muchas más verdades y valores del animal. Que no son máquinas. ¿Quién me dice con sinceridad que no tiene ningún valor la alegría constante de la vaquilla Pinta, que corretea desde el amanecer salpicando de gracia la corrala?; ¿quién calificará mal a la Pachona, que reflexiona como nadie, que calla y asiente comprendiendo todo cuanto se le dice?; ¿quién se atreve a porfiar a mi Estrellada, que cuida del cercado y siempre está atenta de todo cuanto ocurre? Eso no lo miran los calificadores..., ni las estadísticas; ni se contiene en las genealogías ni en los cómputos de leche, pero vale un mundo cuando vives entre animales. No todo es dinero ni mejora. Ni perfección ganadera ni redituación de los factores productivos. Vamos a llegar muy pronto a la completa selección y tecnificación del sector (dieta alimentaria, morfología...), a la deshumanización de la vaqueriza, como autómatas de un proceso que se aleja un sinfín del concepto de la ganadera que me gusta ser. Como dice el refrán, para gustos hizo dios los colores. A mí, tanta perfección me causa desazón. Y después de todo el esfuerzo los precios de la leche por el suelo.

domingo, 14 de octubre de 2012

TORRECAMPEANDO

Con un día luminoso de octubre, que es casi un regalo en estas fechas, pudimos realizar –sin mucho esfuerzo – una ruta magnífica por las cañadas de antaño. Que son siempre fáciles y de mucho sabor para los apasionados del campo. Sobre todo si se anda por los derroteros de Veredas, cogiendo la punta desde arriba, que es casi soñar con el pasado asiendo lazos de consanguineidad con los vecinos que tenemos tan olvidados. Sin embargo, lo que más me gusta es terminar la caminata en alguno de nuestros pueblos, disfrutando de las calles y de la amabilidad de los vecinos: que hacen gala de hospitalidad cuando te ven sin prurito de nada; cuando sencillamente entablas conversación y preguntas con cortesía y educación. Torrecampo me ha parecido siempre uno de los pueblos más interesantes de esta tierra, que tiene su singularidad y hay que cogerle bien el punto. Con el auxilio de nuestra amiga Veredas (muy de su pueblo, hasta en el nombre, que es un orgullo), anduvimos callejeando de uno a otro lado: por el Ejido y San Benito, Plaza de Jesús, El Mudo, Los Postigos.... El pueblo engaña un tanto, porque si no lo conoces se presupone minúsculo e insignificante, un tanto suyo y apartado por las distancias; pero es acogedor y de mucho saborete en el caserío y su gente. La colega dice que son abiertos y dicharacheros –que será verdad–, pero los pocos que vimos andaban a sus cosas sin mayor preocupación. Derrotando muchos pasos por las calles, sin prisa, comprobamos que es alargadote y expandido en ciertas calles, sin perder ese valor rural de muchas casas y corrales que hablan bien de su pasado y las labores del campo; también se proclama en brochazos abultados ese remozamiento de fachadas tornadas de modernidad que ha sido desaliño de las décadas pasadas (dice Vero). Pero guarda mucho retazo de haber sido un pueblo teñido de pasado y no falto de importancia, que cuenta con piedras y edificios que callan mucho y dicen poco; que presumen en silencio de otros tiempos y acaso guarden secretos en su casa. Veredas nos mostró ufana y respondona cositas de postín, desde el pósito a la cárcel, el casino y la Posada, las ermitas (varias) y hasta labras desgastadas (muy antiguas, dice). Todo un lujo de resquicios que nos dejaron anonadadas. Todo ello bajo un velo muy grande de austeridad, con la humildad que desprenden los pueblos que guardan en el costal la comida, como los pastores; siglos de tránsito por un camino largo de asperezas, sin aspavientos de grandezas, que se ha recorrido con gran dignidad; quedando simplemente vestigios de su existencia. Eso me pareció ver en Torrecampo. Una grandeza inmensa en la sobriedad de sus pequeños encantos, que hablan solos y muy poco, pero dicen mucho.

viernes, 12 de octubre de 2012

Mojinetes de Pedroche

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Hay cosas que se quedan grabadas a fuego en el membrete de la memoria. Sobre todo cuando tienen una intensidad emocional muy fuerte, y más aún cuando han pasado en los años de infancia en que se están definiendo y reescribiendo las experiencias vitales. Un ejemplo lo tenemos en ciertos eventos que están en el imaginario de nuestros mayores: como el juego que tantas veces me han contado algunos abuelos correteando de niños sin miedo por los mojinetes de la torre. En las décadas pasadas era una de las mayores atracciones para monaguillos y adláteres que encontraban allí una diversión sin parangón. Qué cierto es aquello de que la ignorancia es muy atrevida, pues solamente de niños y con una inconsciencia inmensa se pueden realizar fechorías de esta naturaleza, que sin embargo tampoco resultaban extraordinariamente escandalosas para la vecindad: pues Josefa me decía el otro día con toda normalidad que acá y cuando veía antaño a los chiquillos rotar entre los mojinetes y penachos en lo alto de la torre. Como ella decía, era una simple travesura sin mayor importancia (ja, ja, ja). Hoy ya no es posible el manido entretenimiento, y aunque lo fuera, una no es capaz siquiera de intentar tal aventura, si bien me queda la sana envidia de aquellos que tuvieron la suerte de contar con el temple de hacer aquella proeza; pudiendo observar con toda naturalidad una de las estampas más bellas de la comarca. Desde los mojinetes deben sentirse bocanadas de aire fresco, pero sobre todo el diáfano horizonte de una tierra inmensa abierta al retortero. Desde un poco más abajo miro con frecuencia los pueblos que un día rindieron pleitesía a Pedroche, las tierras tildadas de colores con ricas tonalidades, y el susurro silente de una vecindad que dormita en la parsimonia del quehacer diario. Desde aquí me siento un poco más libre, y el resuello del ascenso frenético me ayuda a reflexionar en la soledad de las alturas. Desde arriba el mundo se percibe de otra forma; se entiende de otra manera; se paladea la vida con la mirada de los dioses. Me resulta inevitable recordar al magistral en sus cuitas vetustenses, que acaso no tengan tanta lejanía en el horizonte del tiempo y de las gentes, salvando (claro está) las distancias, que son muchas. Tal vez desde los mojinetes de Pedroche algún clérigo curioso vigilara algún un día los devaneos secretos de las beatas en la espesura del atardecer; escuchara las quejumbres de las yuntas a lo lejos, de los sufridos labriegos, o los amoríos tildados de inocencia de púberes despuntando a la vida. Seguro que los mojinetes guardan los secretos de Pedroche en el arcón del tiempo. Seguro que la torre esconde los susurros más cálidos de nuestra historia..., ¡y también, las lágrimas de nuestro pasado

martes, 9 de octubre de 2012

Foros y redes dispares

A veces hay coincidencias y disparidades que cohabitan en el espacio y en el tiempo. En los momentos que vivimos de redes sociales inabarcables (a las que todos llegamos, sin embargo) resulta paradójico que (sin serlo) aún sigan existiendo los foros tradicionales de nuestros abuelos. En todos los pueblos de la comarca se pueden ver desde el mediodía y al atardecer determinados grupillos de personas mayores que de forma regular y sistemática, en ciertos lugares (muy buenos, por cierto), se juntan a la vieja usanza para charlar y comentar las eventualidades del día. Es la explosión más abultada de lo más hondo de nuestro ser (la comunicación), la persistente inercia del ser humano para hablar y reflexionar de las cosas que nos preocupan; allá a lo lejos podríamos recordar –salvando las distancias en forma y fondo (creo)– los susurros de las ágoras clásicas tan animadas que nos cuentan los libros, las parlamentas de los foros y las voces plurales de los zocos. A mí me produce ahora un sentimiento encontrado que deja un poso de sabor agridulce, pues los mayores que han sido en el pasado el soporte de las sociedades han quedado como relegados a la nada: hablan y escuchan los devaneos políticos de la jornada; escudriñan las pesquisas del pueblo, los avatares personales de los que van y vienen, llegan o pasan. Pero ya casi no hablan de ese mundo que ellos conocen como nadie. Porque el espacio rural en su esencia está ya muerto, y solo queda algún resquicio de superficialidad plagiada de mentira. No obstante, ellos mismos en su forma de hablar y juntarse representan una estela admirable del pasado, que choca brutalmente con esa vorágine de jóvenes que (a veces en el mismo sitio) digitalizando el iphono sin medida conectamos con medio mundo y hasta semejamos formar grupos hablando (que se hace poco). Son por lo tanto dos mundos divergentes que conviven, uno que llega con mucha fuerza y otro que se va después de haber subsistido después de milenios. En el espacio etéreo de unos otros quedan solo migajas de banalidades que casi no pueden comer ni los pájaros. Creo que la estampa sempiterna de los viejecillos en la biga (de mi pueblo) está dando los últimos estertores, y en muy pocas generaciones no tendremos más que en fotografías ese espectáculo del parloteo oral, del arrullo de la brigada (en el toral) o la alegre cantinela de la plaza con los de plantilla. En muy poco tiempo todo será ya un espectáculo enlatado y diferente, en verdes jardines con paisajes edulcorados, repleto de divertidos animadores con balones de colores; remembranzas de esperpento y cachivaches de la prehistoria. La generaciones del futuro ya no hablarán de la tierra ni del aire..., ni siquiera de las redes sociales o innovaciones trasnochadas, que serán resquicios de caverna enterrados por la arrolladora tecnología. Creo que se acercan tiempos de soledad.

viernes, 5 de octubre de 2012

Miramonteando

Entre los recorridos que realizo a menudo por nuestra tierra, algunos están preñados con mucha historia, y acompañada de mi hermana (que de esto sabe lo suyo) y de otras compis disfrutamos de lo lindo. Personalmente, al castillo de Miramontes y Santa Eufemia le tengo pasión, porque no hay otro pueblo en la comarca en el que disfrutes tanto caminando, observando y comprendiendo el pasado a pie obra (que se dice), destruida al tesón del tiempo; sintiendo muy fuerte las vibraciones de hace siglos. Desde arriba, las vistas son espectaculares, sobre todo se toma muy bien el tiento al territorio, comprendiendo el papel que ejercía la susodicha fortaleza: a un lado y a otro de las provincias que se divisan; de los paisajes que envuelven el entorno y de las rutas que se intuyen en la lejanía. Los resquicios que aún quedan de aquel emporio parecen vaguedades de un tiempo, pero qué manera de hablar y de decir si te lo explican con cuidado. Porque una no cae a veces en que las cosas (evidentes) no son un producto aislado, sino que poseen una razón de ser muy clara; y hasta los pedruscos con su mortecina corpulencia brotan palabras de mucha elocuencia si se miran con cuidado, con similitudes que se encuentran a no muchos kilómetros. Abajo, en Santa Eufemia, disfrutas igualmente de esa sensación de estar en un recinto medieval, llevándote de la mano de voces expertas por esos paredones que hablan en el silencio y dicen verdades como susurros; que hay que saber escuchar. Aquí hay tela marinera para entender muchas cosas de nuestros pueblos, aunque pareciera a bote pronto que el pueblucho es cansino y decadente, avejentado y moviéndose un tanto en el despiste de la vitalidad comarcal de otros núcleos. Sin embargo, cuando lo pisas con tiento, observas muy buena gente y mucho potencia del enclave. Algún abuelete nos informó de cosas interesantes –como que no quiere la cosa–, con el orgullo de un pasado que saben importante y que apenas si se atreven a decirlo en voz alta, con un lenguaje entrecortado con palabras de otros; pero ellos saben muy bien que bajo sus pies tienen un tesoro que acaso está aún por descubrir y explotar. En nuestro recorrido sentimos la tranquilidad de un lugar de frontera, que parece que lo sigue siendo, ensimismado en sus quehaceres y presto aún a la admiración de los caminantes. Martín se prestó rápidamente a llevarnos por los recovecos de más sabor, soltándose más y más a medida que dábamos la vuelta al recinto; y aparte de lo que decía de oídas –porque yo no he estudiado, subrayaba con humildad, pero con mucha voluntad–, realmente me conmovió cómo en sus adentros captaba perfectamente ese trasiego de los siglos que para el pueblo ya es algo ancestral. Pero cuanta sabiduría y amabilidad diciéndonos las cuatro verdades de su vida, sus esforzados años de juventud y las dificultades de una generación con lastres que todos conocemos. Conjugar la mirada al pasado más remoto del castillo con las vivencias de algunos vecinos nos dejaron un buen sabor de boca. Miramontes es siempre un buen destino para reflexionar en voz alta y conocer un poco más nuestra tierra.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Tempus incertum (micro)

Lo que son las cosas. Julius miraba en la sala de espera de la consulta, abstraído, algunas ilustraciones dentales sumamente curiosas; por las pantallas murales en 3D de aquel habitáculo pasaban con cierta parsimonia retazos de historia, imágenes de otros tiempos que lo remontaban a las cosas que había estudiado hacía ya una eternidad; y eran ya prehistoria de la medicina. Viendo aquellas imágenes sufría por dentro con unas perversidades que parecían de mentira: actos macabros increíbles que no tenían a la luz de los tiempos ni la mínima aceptación; herían realmente la sensibilidad hasta un grado inadmisible. Para sí mismo se preguntaba cómo cambia la sensibilidad del ser humano y la percepción de las cosas, el umbral de dolor y sufrimiento. Sería un índice interesante apreciar la evolución humana al tenor de los umbrales de dolor, reflexionaba un tanto quedo. Claro que bien visto –se decía para sí– eran los avances tecnológicos los que modificaban a los humanos, adaptándose una y otra vez a una realidad que no era ya dominante, sino vilmente dominada y sujeta a los deseos y necesidades. La abuela le había contado que antaño se sacaban las piezas dentales mecánicamente de forma grosera, que se sustituían una a una y empastaban como los muros deteriorados de las paredes que nunca había conocido, con materiales terrícolas. La risa floja se le desataba ante aquellas barbaridades y miserias de una etapa del sapiens en ciernes de desarrollo. Esa carnicería solamente se entendía a la luz de una precariedad tecnológica y médica que le dejaba frío, temblando. Pensar que sus antepasados pasaban horas ante un dentista abriendo la boca le ponía los pelos de punta, duros como escarpias. Qué pensarían ahora –reflexionaba mirando al infinito– si supieran que todas las piezas dentales se encuentran laxerizadas y actualizadas en todos los ciudadanos; que los maxilares se cambian completamente con toda la facilidad del mundo y resulta una nimiedad. Ninguno de sus antepasados hubiera entendido que es una mediocridad la utilización de dientes naturales de hueso –ja, ja, ja–. Pero eran tantas las cuestiones que se le venían a la cabeza de forma dispersa que no paraba de reír, aunque con un sabor agridulce que casi transitaba al sollozo: pero, ¿cómo iban a entender aquello..., si mantenían una alimentación natural proteica y vitamínica sin el mínimo rigor dietario..., sin dietistas que diariamente le compusieran el régimen alimentario? Echar la mirada al pasado –pensó Julius– suponía siempre un ejercicio de introspección dolorosa, representaba comprender las verdades de la especie, y por ende, intuir los recovecos más torcidos del futuro.

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES
Vista Parcial de la Manifestación en la Estación de Villanueva