La estancia dilatada en la Feria Agroganadera permite un sinfín de instantáneas, no solamente fotográficas, sino impresiones personales y panorámicas humanas que son muy dignas de analizar. De ello hablaré otro día. Ahora quiero traer a colación uno de esos espectáculos que gustan y conmueven al gentío, sobre todo porque son muy vistosos (mediatizados, también) y se han convertido en cuadros populares de mucho sabor. En esta ocasión el penacho de la Sierra sur de Los Pedroches se timbraba de anfitrión, y correspondía hacer gala a Obejo de su patrimonio y tradiciones. Para ello nos trajo ni más ni menos que su danza del Bachimachía (casi saltando), que es toda una tradición de hondo calado, según dicen los entendidos. A mí me encantan estas cosas, y ya la había visto en varias ocasiones in situ, pero nunca está de más el disfrutar y recrearse con acontecimientos que guardan tanta esencia y contenido. Era el gran evento del día y todo el mundo lo esperaba, y ellos respondieron con la debida correspondencia ante la concurrencia. Hubo danza, danzantes y música, y seguro que lo hicieron con todo el cariño del mundo y su mejor hacer. No lo dudo. Sin embargo, en estas cosas es donde se aprecia el valor de las tradiciones, sus carencias y limitaciones fuera de contexto. Me explico. Lo que vimos el sábado fue un espectáculo..., muy bonito y vistoso, alegre y completamente singular, que nos trasladó a ese resquicio tradicional de Obejo que guarda en sus entrañas esta guinda de tanto color. Pero qué distinto y distante fue esta danza a las que he visto realizar en su lugar original, siendo los mismos danzantes, la misma música e idéntica danza. Las cosas en su sitio, dice el abuelo (para otras cosas), y a esto se podría transpolar sin quitarle ni un ápice de verdad. No es que esté para nada en contra de lo que se hizo, que me parece muy bien y proyectó magníficamente su tradición, lo más grande y destacado que ellos tienen, pero la danza allí está arropada de los elementos que aquí faltaban, que no son pecata minuta. El ambiente festivo de San Benito (como cualquier fiesta) y lo que ello implica no es carencia baladí, pero tampoco ese arrullo de familiares y vecinos –qué hay que verlos y escucharlos allí– que ven a sus danzantes (consanguíneos) con el embeleso de quien mira a un novio (a una novia), a uno de los suyos haciendo algo muy especial..., y ellos bailando y danzando recíprocamente para sus convecinos, que se saben y se conocen en lo más doméstico y jaranero..., pero el baile es otra cosa: historia, tradición y sangre de los antepasados hecho rito y sembrado de solemnidad. Eso no se puede traer a Pozoblanco..., ni a Madrid. Tampoco ese ambiente marchando por el pueblo hacia su ermita, que es emblema de espiritualidad y escenario centenario de un Pueblo. Y por supuesto, la danza y el Patatú no se representan con el mismo sentimiento ni la misma garra. Aquí se hizo un espectáculo (una representación) muy digno y teñido de seriedad, aunque pasa como en las ediciones de libros, la matriz vale muchos quilates, aunque todas las demás copias salgan iguales. Pero no es lo mismo. Eso es lo que pienso, y recomiendo que se vaya a ver la obra en su escenario, porque allí no se verá una actuación, sino la creación misma de la tradición a sangre y fuego sin actores, sino con ellos mismos descarnados con la verdad en sus cuerpos, en su pueblo y entre su gente.