Aquella Mañana Martín se había levantado con un gran humor antes de despuntar el alba, removiéndose como culebrilla entre los pastores acostados, vociferando gritos de alegría. Hoy era un día especial. El Mayoral los esperaba en el pueblo y los compañeros lo venían azuzando desde hace días con la novedad del festín. Aunque desde hacía varias semanas se le había subido el colorete con la vuelta a casa. Atrás quedaban ya los sufrimientos y soledades de la invernada, los chozos macilentos como esqueletos descarnados de la temporada; las cortas luminarias del día (con un sol pálido y mortecino) y las anchas noches sembradas de la inquietud juvenil, soportables simplemente por la fraternidad de los pastores, el dicharacheo inquebrantable de las largas anochecidas y el chisposo chascarrillo picante de los más viejos. Bien cumplido San Marcos, con la marcha hacia el norte, se le llenaba el corazón de gozo y los pulmones de aire puro, porque aquí abajo el tempero iba ya templando en demasía. Día a día avanzaban hacia las tierras del norte, hacia un estío más calibrado en calenturas y hacia un mundo nuevo: el suyo, donde le esperaban los abuelos y tíos, convecinos y con quienes había echado raíces desde hacía casi tres lustros en Quintana. Antes debían llegar al rancho de Buenavista para el esquileo, para adelgazar al ganado de ese tupido traje invernal que ahora era ya fastidio y calentura para los animalillos; aunque para ello aún restaban más de dos semanas bien cumplidas, y bastantes leguas para alcanzar la medianía del camino en la serranía toledana. Hoy tenía por delante simplemente cuatro y media para llegar a su destino preferido, y había que coger la madrugada por la punta, por eso se empleo bien en hacer despertar, con buenos modos pero incordiantes, a pastores y rabadanes, primeros y segundos de cabeza...; y al ganado agazapado con displicencia, con el ojillo entreabierto en la serenidad de la mañana. Bien es verdad que en muy poco tiempo toda la guarda ovejeril estaba en pie de guerra (que eso era la lidia diaria con el ganado), dando buena cuenta de la caldereta, la migas y la pitanza con el buen caldo de pitarra agenciado hace no muchos días en la bodeguilla particular del tío Serafín. En un santiamén estaba la comitiva en marcha poniendo aquella legión de vellones andantes del marqués, con los que había que tener un cuido extraordinario, como repetía una y otra vez el mayoral. A eso de las seis en punto, con la tibieza del rayo doblegando al horizonte, el zagalón ya había recogido toda la calderería, las trébedes y sartenes, pellejos y los aliños de la cometoria (la sal y los ajos, la manteca y pimentón...); nadie mejor que Marcelino (cojo y respondón, pero buen cocinero) para saber la importancia de todos aquellos avíos que diariamente les garantizaban la subsistencia. El cortejo pastoril se cerró en un abrir y cerrar de ojos, con Martín y otros cuatro zagales que hicieron muy bien el ato, con los burrancos apelmazados de carga, las yeguas bien lozanas y el trote alocado de algunas cabras y vacas zagaleras. Por delante del rebaño, muy clara y postinera, se extendía la cañada real serpenteando entre el llano y lomas de muy poca dificultad...; y allá en el horizonte las sierras más jaraneras marcando los límites de Andalucía. Pero eso sería ya para otro día. Hoy les bastaba con llegar al mismo límite de la tierra baja, a esa Torre del Campo que era desde hacía siglos un hito grande en el camino. A Martín se le hizo bien corta la jornada, porque la esperaba con ansia y con ahínco..., y cuando a fin venteo el aire de fiesta en los villanos..., y la ermita a rebosar de gentes y jolgorio..., le corrió un no sé qué por las venas que le llegó de inmediato al corazón. Ante sus ojos tenía la ermita de Veredas, cumpliendo como nadie con los pastores, con su Santita vestida de fiesta y su ermita engalanada. Había esperado este día con la ilusión de un niño, pero sabía que era el sentimiento más hondo de una tradición centenaria..., del un trasiego pastoril de los abuelos que antaño levantaron esta casa de la Virgen. A Martín le quedaba toda la jornada para disfrutar entre los lugareños, gente alegre, llana y hospitalaria..., hijos de los hijos de sus padres y antepasados, que un día ganaron el corazón a esta tierra. (Gracias a tí, Vero, por darme toda la información necesaria, con la que he aprendido un poquito)