sábado, 28 de abril de 2012
Tarugueando
Hay que hilar muy fino para cogerle bien el tiento a Pozoblanco. La capitalita se viste a diario como dama rumbosa y con traje de fiesta, y fácilmente engaña al forastero. Las galas que calza la señora y el trajín intenso mañanero adulan incluso con poses de verbena en ciernes. Pero la verdad es otra, y solo se percibe sin prisas y con sosiego. Yo no sé siquiera si la entiendo, o me engaña con brete de disfraz. No es lo mismo verla de noche que día, ni delante o por detrás. Al paso tiene estampa de ciudad moderna, cariz de embellecida dueña frescachona, y a un tiempo doncella ingenua que te atrapa la mirada. Te guiña y te convence. El porte gallardo y distinguido de algunas calles y avenidas es embuste y enredo de cuidado, porque tienen en la trastienda bastante género de poblachón castizo, que poco dista a las de al lado. Es ciudad y pueblo a un mismo tiempo; rural y urbanita a la mitad; adinerada y humilde sin embozo; y le cuesta llamarse capital. No tiene prurito de nada, porque de lo grande tiene poco, y de lo que tiene no se jacta. Cuando vengo con el abuelo me la pinta de forma muy distinta, pues con mucho más de medio siglo a sus espaldas la conoce mejor que a la Galana (la vaca escuadrilá). Dice Manuel que antaño tuvo talleres en cantidad, cuando no había en los alrededores para arreglar un carro; que en tela y trapo la casta le viene al galgo, y tienen fama de mercachifles de buen tino y condición (otros los llaman judíos, en broma). Tal vez sea verdad. Andando por lo más vetusto me entero de que conociéndole bien las tripas la casa no es lo que parece, y existen distingos de mucho fuste. Por la trastienda del centro me cuenta el abuelo con suspiro contenido el saborete de un famoso chocolate (¡Muy famoso en toda España, niña, no creas!) al lado de las escuelas donde estuvo la abuela, ¡que ya ha llovido! Me habla con pasión, y mucha reverencia, de un antiguo molino de chocolate en la calle Alfareros, y una afamada confitería llamada La Primitiva y los caramelos “Gallo”. Por el Pozo Viejo trasteamos un buen rato, contándome mi hermana las cosas viejas de los callenuevos, los recelos de antaño y la carita lavada y curiosona con que ha quedado el lugar. Otras cosas me llaman la atención, porque en el centro he visto mil veces casonas de postín sin mucho reparo en el careto, pero el abuelo me pone en situación de los ricuchos y señoritingos (abogados), y con Vero comprendo bien esos afeites del nuevo gay trinar. Hacia arriba llegamos al Santurrón salesiano, con prurito de finolis –me dicen, en broma– y centro colegial de casta conocida; que ha dejado mucha impronta en la ciudad. Qué diferente de San Gregorio, al otro lado, que respira el venticello provinciano de una modesta barriada; que templa el caserío con mucho brote de humildad, pero encendida devoción al Santo que hasta el silencio ha perdido. Mi yayo recuerda con el mayor entusiasmo la fiesta grande del barrio, las algaradas de la quema del corcho y la jarana nocturna de otros tiempos. Que era sonada. También señala el abuelo que en el naciente nada tenía que envidiar la fiesta de San Antonio y su ermita, a la que iba el barrio (y él lo vio alguna vez) de pleno con las mejores galas, como quien va a la pradera de San Isidro en los madriles. Y qué verbena –me dice–, qué diversión más grande y que fiesta tan bonita y recoleta. Guapotes y devoción acendrada. Metida en el ambiente tarugo me vino a la memoria la zarzuela de la Paloma, pues aquí hubo al parecer mucha afición al género chico, y hasta un eminente barítono (Marcos Redondo). Aunque para veneración encendida, Vero dice que aquí despunta el Nazareno (Ntro. Padre Jesús, lo llaman), y debe ser cierto, porque en su capilla vimos a deshoras fieles devotos en el silencio de una efigie bien bonita. Por fuera todo es festín de modernidad, servicios a tutiplén y bares para parar. Aquí no falta de nada, y tienen tenis y futbol, épica y pesca a desmán (cuando hay agua); tiro al plato y hasta pádel en el Recinto Ferial. Fiestas a lo grande (buena música) y botellón semanal. A veces venimos. Los tarugos no son mala gente, dicen los jarotes, cuando comparten la aparcería, pero casi nunca lo hacen, y se reparten la Virgen a ratos. Pues solo hay una luna en cielo (es broma).