domingo, 8 de abril de 2012

Hinojoseando


Sugiere la serranilla del infanzón castellano la estampa hinojoseña de la meliflua vaquera veinteañera, pero a mí no me convence en absoluto. Una servidora se la imagina como una señorona de campo de mucho porte y postín, ricachona y con buen arca de trajes y joyas de abolengo. El abuelo Manuel siempre me ha dicho que es pueblo grande de labradores, ricachones algunos, y buenos trabajadores. Extenso y grande sí que lo encuentro, desparramado en ese llano inmenso que me encanta ver desde la ermita El Cristo de las Injurias. Desde lo alto admiro siempre esa imponente sementera que brota, en juegos dislocados de color, en esas las parcelas de artificio que parecen hechas a capricho. Allá en lo lejos Belalcázar grita muy alto, ya sin fuerza, el poder inmenso de otros tiempos; pero solo se oyen llantos de un viejo decrépito y hundido que apenas si recuerda los años de su vida. Por el término de Hinojosa siempre ando a pierna suelta, pues tiene mucho y bueno para mirar con deleite. Con Miguelón anduve el otro día por Santo Domingo haciendo algunas faenas del oficio (le vendimos una novilla), pero luego pasamos por la fuente del Pilar recordando con su abuelo los grandísimos rebaños que pasaban antaño, lo que le contaba su padre (al abuelo) de las añadas y en lo que ha quedado la cosa. Adriano mira con sus ojos oscuros muy al fondo del horizonte y tiñe de lágrimas el aire reseco de la primavera. En este poblachón (con cariño) me quedo siempre muy contrariada, porque de uno a otro lado tiene medida y porción grande, y nunca alcanzas a comprender cómo no se ha convertido en ciudad destacada: con población, tierra y artesanos. Doctores tiene la iglesia. Los abueletes tienen encanto y gracejo, y entienden como nadie del cereal, la siembra y el ganado. Me gusta escucharlos (y a ellos que les escuche) cuando hablan sueltos sin miramiento, pues rápido te ponen al día de las fanegas de antaño de aquí y de allá, del doble silo que habla con elocuencia; de la ausencia de las aguas otoñeras y de las yuntas ya olvidadas, que por lo visto en el pueblo fueron legión; la sierra era otra cosilla. Hinojosa es pueblo de religión acendrada –me dicen– ¡muy religiosos, niña! Y lo creo a pies juntillas cuando el colega me señala aquí y allá ermitas, conventos y parroquias (San Diego, San Isidro Labrador, San Bartolomé, Concepcionistas...); procesiones de mucho fuste y un recogimiento que estremece. El centro lo conozco de siempre y hay que quitarse el sombrero, porque la Catedral de la Sierra son palabras mayores. Bonita, muy bonita, sí señor. La ermita de Ntra. Sra. del Castillo también me encanta por dentro, pero no parece que se tenga muy en estima, a tenor de las parcas explicaciones que siempre me han dado. Las plazoletas y calles de Hinojosa son largas como un año sin pan, y acá y cuando encuentras casones de mucho cuidado, que dicen bien de los agricultores pudientes (creo yo). También he visto algunos resquicios de alfarería que presumen de grandezas, que será cierto, pero hoy alcanzan poco más allá de un reducto testimonial que requieren con anhelo el reclamo del turista. Qué poco queda de ese pasado pujante ganadero que algunos recuerdan, de ferias bullangueras que tuvieron fama en la región. A mí siempre me queda de Hinojosa esa estampa tristona de pueblo grande venido a menos, que necesita un empujoncito (de ánimo) para creerse que es un gran pueblo. De ello dan buen crédito las fiestas y romerías preñadas de tradición y alegría. A esas las conozco bien y doy fe de ellas.

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES
Vista Parcial de la Manifestación en la Estación de Villanueva