Me dice el abuelo Manuel que si sus abuelos (v.r.) levantaran la cabeza (expresión muy suya) no reconocerían ni su casa ni sus tierras. Tiene gracia el asunto, a pesar de toda la lógica del mundo..., y me explico. El otro día iba conmigo en la furgoneta y salió el comentario de las alpacas del campo, que veíamos aún repartidas de algunos aletargados, y se lo dije como curiosidad. La respuesta que me dio fue de lo más curiosa, pues su mirada perdida al horizonte está ya llena de telarañas (desgraciadamente), pero a veces atina de manera inmejorable en sus juicios de valor. Me advirtió de la notoriedad de esas gigantescas pacas que deambulan como gigantes perdidos en una carrera interminable; parecen autómatas del labrantío dispuestos a echar una carrera, encontrándose en disposición de movimiento, pero paradas e inertes en un soliloquio a la espera de un arbitraje inexistente. Estos monstruos de mies mecanizada tienen formas cilíndricas y paralepípedas, pero lo que destacaba el abuelo en sus diatribas perdidas era el tamaño ingente, pues refería que solamente en una de ellas cabía el esfuerzo de un gañán en media jornada (ja, ja, ja...). La verdad es que lo tuve que pensar dos veces para darle la razón, pues seguro que es cierto que la empacadora hace ahora en dos horas lo que nuestros abuelos en meses; en derrotados tajos de jornadas infinitas al temple inhóspito de Apolo. Parece que veo en los ojos de Manuel el sufrimiento de antaño cuando mira quedo esas alpacas circunspectas. Cuando me explicó en pocas palabras la trayectoria de las décadas pasadas en el laboreo del trigo y la cebada, comprendí bien el tránsito de su vida en un suspiro; como pasando de la noche al día. De esos segadores agostados en el sacrificio de la tierra para malvivir, a esas primeras máquinas de peine arcaico que me describe como un avance descomunal –aún tiradas por mulos–, y esas trilladoras que les facilitaron la vida en los años sesenta del desarrollo (como dice Vero)...; alcanzándose ahora el automatismo y la rapidez con las empacadoras que usamos actualmente y que pagamos a buen precio. Que aunque tenemos nuestro trabajo, padre dice que nada que ver con lo de entonces. Todo un mundo de cambios. Padre me ha enseñado en el Internet las máquinas de trillar que fueron –según me dice él– como el descubrimiento de la Penicilina (salvando la distancia, ja, ja, ja...). No se lo discuto, porque un día vi en Belalcázar una de estas máquinas de trillar abandonada, junto a un viejo tractor gritándole susurros al oído, que ahora me recuerdan esto que dicen el abuelo y padre a un tiempo: ese pasado doloroso de nuestra tierra y el despertar del campo de hace medio siglo. Esas máquinas que hace unos años, que seguramente fueron vanguardia en su día, claman hoy al cielo como monstruos desaforados de chatarra; viejos artificios con díscolos mecanismos que parecen engendros de ficción. Baluartes de otro tiempo que ante la mirada de un artista retumban como esperpentos en el espacio etéreo. Aunque me quejo en demasía, y me parece que todo sigue igual, creo que soy completamente injusta. El trabajo del campo y el ganado ha cambiado mucho, y de qué forma; y hemos cambiado nosotros..., y la vaqueriza, y las vacas...¡y la leche!