(Fotografía de Ismael Sánchez. Paisaje en el tiempo).
Viendo la fotografía de la abuela (mi tatara..., no esta) y lo que cuenta mi abuelo sufro mucho. Porque casi siempre, cuando escribo de las mujeres beligerantes de la historia, ejemplifico con eminencias de la ciencia y la literatura; y la verdad está sembrada de requiebros, injusticias y no pocas puntualizaciones. Claro que son destacables las féminas que lucharon por nuestra causa, corajudas y valentonas –que no lo dudo–, pero también es muy subrayable que lo hicieron desde pedestales sociales, aristocráticos burladeros o inteligencias superiores. Es verdad. Pero la vida no se cifra para todo el mundo con las mismas varas de medir, ni es adecuado tampoco ensombrecer a tantas mujeres que en silencio supieron llevar el yugo de la desigualdad y la discriminación; el menosprecio a diario y la desconsideración continua; e incluso esa violencia que hoy día está tipificada en el código civil bajo los parámetros actuales de moralidad. La realidad fue muy diferente durante cientos de años, siglos y milenios para millones de mujeres. Solamente una escuálida nómina de mujeres fue capaz de levantar la testuz (con perdón) en nuestra historia, arropada de buenos blindajes, pero la mayoría... ¡Ay, la mayoría!, únicamente pudieron sobrellevar con dignidad el abultado fardo de su condición de género. La mirada profunda de la abuela (con ojos quedos y rostro inhiesto) habla muy claro de su dolor y la asunción de su papel, pero también de su dignidad y entereza moral en lo más hondo. ¿Cómo luchar a solas contra mundo?, ¿cómo avanzar en el camino sin posibles?, ¿cómo alterar el destino en el desierto de la incultura?, ¿cómo abrazar una esperanza, cuando estás sumida en un pozo de luces mortecinas? Qué fácil se escribe desde arriba..., que fácil se habla en la diáspora del tiempo. Solo el susurro del silencio de la foto te explica aquellos gritos del combate; y la estirpe larga de un género infinitamente denostado. Aquella lucha interminable por no perder la vida; aquella trágala indecente por no alcanzar la muerte. Manuel me cuenta con ojos desvaídos, y prieto el corazón y aún desbocado, los duros hitos de un destino. Era su abuela mujer fuerte y de corazón templado, mano dura y aviesa voz de mando: en casa cumplidora de oficios y matrona de un tropel de niños de cuidado; viandera y garrobera; segadora de mies dorada y ecónoma en ciernes; educadora y tañedora en las discordias; lavandera, planchadora y zurzidora; ganadera y sembradora... ¡y sufridora! ¿Quién puede decir que nuestras abuelas no pelearon como jabatas? ¿quién se atreve a dudar que no elevaron la condición de la mujer a lo más alto? ¿quién disputa su dignidad en mayor grado? Claro que no. Es cierto que no contaron con la aquiescencia de la fortuna, ni de una sociedad de mente abierta, ni una moral equilibrada. Pero fueron valientes como nadie, fuertes y aventajadas en la vida. Solo ellas pudieron sostener un edificio tan grueso (familia) en sus espaldas, soportar una mentalidad tan arcaica y una moralidad tan malvada. La abuela también lucho por la causa. A su manera, pues no tuvo otra.