miércoles, 7 de marzo de 2012
Cosas del Ayer
A veces me invade la nostalgia de forma un tanto irracional y paradójica. La actual situación agraria de la comarca (de las últimas décadas), a la sombra de la COVAP y otras cooperativas que han permitido nuestro desarrollo, han dejado ya en el olvido las briegas de nuestros abuelos en el campo, los sinsabores del terruño y la ingente zozobra en la subsistencia del pasado. Sin embargo, cuando oigo a mi abuelo en las cuitas de su memoria, desvencijada y perdida, me obliga a rumiar con detenimiento lo que dice: el trajín de las yuntas alzando durante jornadas el terrón sin prisa, sin mayor prurito que el de una necesidad sin recompensa; la poda y tala de la Vera con exquisito cuidado, controlando con esmero los pies centenarios con sabia innata de un ecologista avezado; el trajín sagrado de las cavas, linares y garroberas en las hojas de arriba, sin la prieta de un salario digno, pero con la honestidad y el pulso firme de una dignidad añeja que no se medía con el peso del mezquino dinero. Hoy no se podrían pagar las geras de nuestros abuelos ni con todo el dinero del mundo. Le oigo hablar del orgullo de la pardala en el laboreo, del tiento de la sementera y de las boyada como si lo vivera en el horizonte de su mirada; con cuanta verdad me habla de la limpia de la era en el ejido de San Martín, de la parva y del engorro del encalque, que desde niño vivió con la fruición de sus antepasados como actos sagrados inmutables. Y se le tiñen de lágrimas los ojos recordando a su hermana (mi tita) de viandera en palique imperdonable para quienes esperaban con anhelo el maná de la mañana al arrimo de la mies y de la hacina. A veces el abuelo me deja cuajada con el bello como escarpias, relatándome la rispia en la montanera, sus desvelos y desmanes (que de todo había por necesidad) al despunte del sol, que sonrojan a cualquiera viendo las piaras de cochinos que hoy mantenemos a millares. Ya no comprende Manuel ni la mitad de los artilugios que tiene Vero en la vaqueriza, pero la tez renegrida y los surcos de su cara conocen mejor que nosotras, cien mil veces, la sangre de nuestra tierra.