(Foto de Solienses)
Por Añora ando siempre a mis anchas. Tiene este pueblo de la comarca mucho encanto por donde quiera que mires, si no pides grandes cosas. En lo pequeño es muy grande, y lo sabe y lo presume, pues atempera su estampa con buenas dosis de candidez y mesura, que a la larga dicen los sabios que es la mejor medicina para llegar lejos. Me gusta departir con la gente de la calle, que acá y cuando aparece como con prisa, aunque no engaña, pues luego que te presentas pueden estar contigo más de una hora. No son fisgones a ultranza, que en otros pueblos les ganan (me parece). Las cruces de piedra son santo y seña de la localidad (no solo en fiesta), de disfrute en cualquier momento, en esos rincones plagados de coquetería que invitan a pararte un rato, sentarte y reflexionar. Es asombroso como ha quedado impregnada la piedra la religiosidad del pasado, sin alharacas de enjundia ni alardes de monumentalidad. A día de hoy ya nadie te explica la diferencia entre ellas, simplemente te repiten que Las Cruces son en Añora fiesta gorda y destacá (¡Tu lo sabes, Chiquilla, ¿o no?), con mucha amabilidad y efusión; por lo menos con dos de los ancianos y una señora con las que me encuentro. Andas por las calles como por la palma de la mano, con mucha soltura y conocimiento sin grandes explicaciones, pues todo te lleva rápido al corazón de la localidad. Me sorprende la limpieza y diafanidad de los espacios, las plazuelitas (San Pedro, Las Velardas...) preñadas de sencillez que conozco desde pequeña (que me traía mi padre), y esas casas de sillares alineados que le dan tanta personalidad a la calle; que no son exclusivas de este pueblo. En el centro la iglesia y la noria conviven como dos vecinos de clases sociales diferentes, que se miran con desdén por el rabillo del ojo, y hasta se saludan y comprenden, pero se sienten distintas y distantes; aunque conviven en paz. En su interior se desdeñan, y hasta se dicen maldades. Pegando la hebra con D. Manuel me dice las cuatro cosas que hay que ver, y se admira por mi interés, y me mira un tanto sin reparo, y hasta me acerca a la casa del doctor Benítez, al Ayuntamiento y a una vivienda de mucho porte y bien adecentada a lo rústico y tradicional (pura recreación moderna); veo que la dueña es amable y explayo en preguntarle, y no le falta desate para cumplir bien conmigo. Lo de la Noria (¿dónde estaba la antigua?) ya no me quedó muy claro, pues ella decía una cosa y la vecina lo contrario; el abuelo allí sentado se reía..., ¡y nos reíamos los cuatro! Todas ellas eran hijas del cura de antaño (pelirrojas), que es generación cierta y prolífico el gañan (es broma). En danza para uno y otro lado anduve casi tres horas, que no me pesan cuando disfruto hablando y conociendo. Los chicos que conozco del pueblo son del mismo raso que la gente con la que hablé, alegres y con la sonrisa en la boca (aunque comedidos siempre); cuando se lo hice notar a una abuela me soltó con desparpajo que mejor estar alegres que llorando, que para todo hay tiempo. Me acordé de aquel dicho persa que asienta que la mitad de la alegría reside en hablar de ella y tenerla presente. Y es cierto. Es de admirar lo cerquita que este pueblo de otros y lo mucho que se disfruta en este lugar que tiene rasgos muy suyos. Añora no engaña a nadie, ni los moriegos ni lo intentan. Son gente sana y sencilla (me parece). Este rinconcito de la comarca engancha mucho, y disfruta en sus fiestas, pues lo sé de otros buenos ratos. Tienen la suerte de dar más verdad que nadie a un verbo que, solo ellos, pueden aplicar con propiedad al Añorar a su tierra. Con toda la razón del mundo. Una servidora también, cuando ya se ha ido, ya mismo los está añorando.