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Hay cosas que se quedan grabadas a fuego en el membrete de la memoria. Sobre todo cuando tienen una intensidad emocional muy fuerte, y más aún cuando han pasado en los años de infancia en que se están definiendo y reescribiendo las experiencias vitales. Un ejemplo lo tenemos en ciertos eventos que están en el imaginario de nuestros mayores: como el juego que tantas veces me han contado algunos abuelos correteando de niños sin miedo por los mojinetes de la torre. En las décadas pasadas era una de las mayores atracciones para monaguillos y adláteres que encontraban allí una diversión sin parangón. Qué cierto es aquello de que la ignorancia es muy atrevida, pues solamente de niños y con una inconsciencia inmensa se pueden realizar fechorías de esta naturaleza, que sin embargo tampoco resultaban extraordinariamente escandalosas para la vecindad: pues Josefa me decía el otro día con toda normalidad que acá y cuando veía antaño a los chiquillos rotar entre los mojinetes y penachos en lo alto de la torre. Como ella decía, era una simple travesura sin mayor importancia (ja, ja, ja). Hoy ya no es posible el manido entretenimiento, y aunque lo fuera, una no es capaz siquiera de intentar tal aventura, si bien me queda la sana envidia de aquellos que tuvieron la suerte de contar con el temple de hacer aquella proeza; pudiendo observar con toda naturalidad una de las estampas más bellas de la comarca. Desde los mojinetes deben sentirse bocanadas de aire fresco, pero sobre todo el diáfano horizonte de una tierra inmensa abierta al retortero. Desde un poco más abajo miro con frecuencia los pueblos que un día rindieron pleitesía a Pedroche, las tierras tildadas de colores con ricas tonalidades, y el susurro silente de una vecindad que dormita en la parsimonia del quehacer diario. Desde aquí me siento un poco más libre, y el resuello del ascenso frenético me ayuda a reflexionar en la soledad de las alturas. Desde arriba el mundo se percibe de otra forma; se entiende de otra manera; se paladea la vida con la mirada de los dioses. Me resulta inevitable recordar al magistral en sus cuitas vetustenses, que acaso no tengan tanta lejanía en el horizonte del tiempo y de las gentes, salvando (claro está) las distancias, que son muchas. Tal vez desde los mojinetes de Pedroche algún clérigo curioso vigilara algún un día los devaneos secretos de las beatas en la espesura del atardecer; escuchara las quejumbres de las yuntas a lo lejos, de los sufridos labriegos, o los amoríos tildados de inocencia de púberes despuntando a la vida. Seguro que los mojinetes guardan los secretos de Pedroche en el arcón del tiempo. Seguro que la torre esconde los susurros más cálidos de nuestra historia..., ¡y también, las lágrimas de nuestro pasado