domingo, 9 de septiembre de 2012
En fiestas
Claro que no es fácil trasmitir a los foráneos el ambiente y el espíritu de nuestras fiestas grandes. Nada que ver con las celebraciones festeras urbanitas, sin ser mejores ni peores. Aquí no hacen falta grandes alardes de pirotecnia, pues el jolgorio está servido de forma natural. En el pueblo se siente la fiesta con una intensidad muy grande, con una emoción sobrecogedora, y en las calles el pálpito de toda la vecindad es admirable por doquier. Mucho más allá de las estampas tradicionales, que a todos nos gustan y embargan por se tan nuestras, lo que más me emociona es ver un espíritu de afabilidad y cordialidad que es copletamente rompedor: qué buena y que grande es la convivencia cuando ponemos todo y todos de nuestra parte, y durante unas jornadas vivimos como en una nube. Nada ni nadie puede romper el sortilegio de la fiesta del pueblo (¡Ay, la cuesta del molar!), pues los lazos de amistad se fortalecen como barrotes de hierro que nos enredan a todos en el firmamento de la alegría y el divertimento sin límite. Los hijos del pueblo (los de dentro y los de fuera), en un alarde de confraternidad, olvidamos por un rato la malicie del mundo, de las cosas de fuera; las malas noticias y desaliños de la vida. Lo que más me impacta es la plenitud de jóvenes y mayores a un mismo son, pues quizás sea lo que le da mayor personalidad a nuestras fiestas. Los más jóvenes vivimos en una constante y rutinaria esfera de fiesta de fines de semana y botellones improvisados, a cualquier hora, pero cuando realmente te entra el gusanillo en el cuerpo de la fiesta de verdad es ahora, cuando todos estamos metidos de verdad, disfrutando y compartiendo con razones de mucho peso; aunque ya no haya creencias religiosas arraigadas ni motivaciones históricas que nos embarguen. Pero la Historia y el pasado cumplen su papel con una fuerza inmensa, ayundándonos a superar el peso de la cotidianidad. Felices fiestas a todos.