En el risco del Reventón, observando empingorotada la torre de la iglesia a lo lejos, Rafael llenaba la cabeza de su nieto con fantasías que le hacían sonreír; sobre todo por la incredulidad de las falacias. El viejo pastor había pasado su vida trajinando el ganado de un sitio para otro, desgastando las sandalias en mil leguas y apreciando las diferencias de los lugares y de los tiempos; mascullando en sus adentros las novedades técnicas de los castillos y ermitas, las de los puentes y molinos; las portentosas iglesias y las calidades indiscutibles de caminos de piedra..., de aquellos que él bien sabía que tenían cientos de años de antigüedad y habían aguantado hasta sus días. Siendo rabadán había presenciado el riquísimo cortejo del Rey Fernando, ataviado con ropajes de finísimas pieles y carruajes extraordinarios..., armamentos desconocidos y eficaces herramientas para desbrozar el paso de la comitiva abrumadora de forma rapidísima. Siendo zagalete en las tierras del norte había contemplado vestigios de otros pueblos antiguos venidos a menos, pero las monumentales piedras y arcos hablaban otro lenguaje y otras formas a las de la pequeña iglesia de la aldea. Ese tránsito del tiempo y sus cambios le había encendido siempre la curiosidad por aprender y descubrir los vericuetos de los hombres. Sabía de cierto que lo de antaño no era lo mismo que lo de ahora..., y con buen criterio aseguraba que lo de después habría ser también muy distinto a lo que él y su generación había vivido. De esta guisa que en su vejez y con su ceguera, pero con imaginación muy encendida, ilustraba al inquieto Antoñín sobre los misterios del mañana. El imberbe mozuelo, teñido aún de una sana inocencia, escuchaba como lelo mirando al horizonte e imaginando aquellas fantásticas mentiras. Bien sabía él que su abuelo avejentado ya tenía perdido un tanto el sentido, y esbozaba sueños de delirio..., pero eran tan bonitos y creíbles que hasta le parecía que pudieran ser verdades algún día. Ves Toñín, esa torre del Salvador que hace el maestro Hernando para deslumbrarnos algún día será poca cosa; ¿cómo dice, abuelo? Pues eso, que habrá casas más grandes y se levantarán obras que casi lleguen al cielo; y la criatura sonreía por lo bajilis con la ocurrencia descomunal. Habrá un día –le seguía diciendo ensimismado en su interior– que todos nosotros podamos ir a las villas fronteras y a la ciudad en un pis-pas, con carruajes que nos lleven casi volando. ¿Y cómo será eso, abuelo? Pues no lo sé, hijo, pero será así. Y habrá máquinas que suenen más alto que las campanas y se oigan a cien léguas, y burros más ligeros..., y hasta las noticias y chascarrillos del montaraz los sabrá todo el mundo sin necesidad de dar voces. Qué cosas dices, abuelo: ¿pero a que no podremos volar como los pájaros? Pues mira, yo creo que algún día hasta le sacaremos el arte de volar y los dejaremos chicos en cielo....El zagal se desencajaba de risa con tamaña barbaridad. Todo está en saber y conocer lo que nos rodea –le porfiaba un tanto enfadado–, y alcanzaremos a copiar a las aves y los peces, a los cochinos y la fuerza de los bueyes; y si hace falta copiaremos máquinas a su imagen y semejanza: con su cabeza, sus ojos y cuartos traseros de tiro. Ja, jaaaaaa.....Los pájaros que el abuelo tenía en la cabeza entretenían sobremanera al muchacho, que de tanto oír aquellas patrañas e ingeniosas inventivas algunas veces llegaba a sospechar una posible certeza. Aunque muy pronto volvía a la realidad cantoneando con la cabeza y denegando aquellas barbaridades. Cuando se hacía tarde en el horizonte, le ayudaba cariñosamente al viejo a bajar del cerrillo y en broma le decía el socarrón mozuelo: no te preocupes, abuelo, que algún día inventarán una silla que lleve solo hasta casa; aunque han de pensarla muy bien, porque la cuesta de la ermita de Santa María se las trae. ¡Qué diablo de crío! –mascullaba Rafael entre dientes–.