(A mi hermana Vero..., con rintintín)
No sé como hemos podido vivir tantos siglos sin decir verdades. Me parece mentira, y casi no lo creo ni lo comprendo, que la pléyade de literatos de nuestra piel de toro haya levantado ingentes obras de Literatura, como lo han hecho, sin acudir al imprescindible término de la verdad. Es algo increíble, pues en cualquier diálogo se precisa como apoyatura necesaria; cualquier comentario requiere de este cayado para no tambalearse; y es portada de esta o aquella disertación de los más avezados profesores, artistas o políticos. La interminable nómina de hispanoparlantes y lantinoparlantes, presentadores, actores, contertulios y marujería en general necesita de esta apostilla ineludible. Qué sería de nuestra lengua si ahora osara alguien quitarla del mapa a la susodicha palabreja, pues nos quedaríamos con una lengua descarnada y desvalida, desestructurada y sin cohesión; adelgazada de contenido y completamente inconsistente en la forma. Qué horror. Sería una puñalada en lo más hondo de nuestro acervo más reciente en cuestión de comunicación, pues en la evolución del idioma sufriría lo indecible el emisor, el receptor y el mensaje. Y nuestra definición, ya mismo, como lengua. Quizás no se haya valorado en su justa medida al inventor de tamaño descubrimiento (y estamos a tiempo), porque la verdad sea dicha, ha puesto en nuestras manos un instrumento lingüístico de primera magnitud. La amplitud de uso no solamente es abultada, sino variada, geográficamente extensa (sin discriminación de nacionalidades internas) e intensa utilización, y atiende también satisfactoriamente a la diversidad de grupos sociales. Tened en cuenta que en la conversación más liviana tiene un nutrido campo de uso (la verdad; de verdad; es verdad; si te digo la verdad; de verdad de verdad...), pero en los medios de comunicación –tan atentos siempre a la realidad– encuentra no solamente un magnífico auxilio, sino una sincera correspondencia con sus receptores (que entienden mejor la veraz información); y hasta en la Ciencia ya va encontrando su hueco, porque realmente es útil y necesaria: quizás donde más lo sea, porque ahí sí que se habla de verdades bien fundadas. En las tertulias de los abueletes, desgraciadamente, no ha calado mucho, pero ya se sabe que están alejándose de los lenguajes más actuales y punteros, y no cabe reprocharles nada: no van ahora a actualizarse en estos vocablos tan sesudos y polivalentes, semánticamente tan completos, y a veces, tan fáciles de utilizar (aparentemente y erróneamente, pero son difíciles), pues en su estructura interna necesitan en el uso de precisión, rigor y constancia. No, no metamos a nuestros viejos (perdón, mayores de verdad) en esta enjundiosa senda de la semántica y de la sintaxis contemporánea de última fila, que no están para verdades tan fundadas. Otra cosa son los jóvenes, que lo hacemos (y podemos hacer) por nuestra capacidad de asimilación y destreza de las lenguas. Ahí están los informes de la tele para sentenciar evidencias y verdades. La verdad es que el uso del término La verdad nos hace más verdaderos, y de verdades estamos necesitados, porque en verdad en nuestra sociedad no siempre triunfa la verdad más verdadera, aunque detestemos la mentira y apostemos por La Verdad: esa de la que los los filósofos hablan con tanto regodeo.