De la matanza de verdad, la que
se hacía antaño en todos los hogares, solamente quedan vestigios testimoniales;
que además no guardan ni la esencia de lo que era aquéllo. Cuando el abuelo me
habla sobre ello se le iluminan los ojos como chiribitas. Parece que revive un
recuerdo lejano que va mucho más allá de una actividad de matar los cochinos
para alimentarse durante el año. No era simplemente un acto profesional de
carnicería o despiece (por decirlo de alguna manera), sino un evento social y
festero de gran trascendencia; entendiendo lo social y lúdico en un sentido
tradicional, que nada tiene que ver con nuestras celebraciones prefabricadas,
insulsas e insustanciales. Esto era improvisado y salía de natural Las jornadas
de la matanza conjuntaban elementos que las hacían especiales frente a otras
reuniones familiares con diferente sentido y naturaleza. Manuel me describe
infinidad de detalles que darían muy bien para cientos de páginas, pues algo
que le ha quedado en la cabeza tan grabado no puede ser insignificante: actividades
específicas (matar, embuar, desgordar, descarnar, chamuscar…), comilonas del día, dichos,
afectos y desafectos (con puyas y discordias), chismes para viejas y jóvenes,
oficios y maestros, división de trabajos…Nada me extraña que en dicho día se
cocieran cosas tan importantes, toda vez que era algo trascendental para la
economía familiar que se hacía con el
mayor celo del mundo. Las familias arracimadas en un evento tan grande
ofreciendo las dosis extraordinarias de solidaridad y ayuda; la vecindad
implicada también al arrimo y auxilio en lo más prosaico y doméstico, y también
en lo sustancial (conocedores de todo); y la convivencia completa durante varias
jornadas que durante tantas horas obligaban a proyectarse con sus verdades, sin
las veladuras cotidianas ni los recatos que diariamente nos convierten en
mascarones. El abuelo me dice que era una fiesta de verdad, y que en muy pocas
se ha divertido tanto como en las matanzas. Había que trabajar y duro, claro
que sí –dice encendido–, pero madrugabas con alegría…, comías y bebías en el
tajo con los demás; escuchabas a los mayores con interés por su sabiduría, y te
enterabas de los entresijos de todo. Más que tomarlo como una obligación sembrada
de esfuerzo…, aquello se realizaba como una empresa funcionando al cien por
cien; donde todo un colectivo se movía como un engranaje perfecto, pues cada
cual sabía lo que tenía que hacer: ¡y el maestro (matancero) era el maestro, y
los pinches los pinches! Al abuelo se le pierde la mirada al infinito
recordando las abuelas realizando las faenas al lado de la candela (pelando
patas, orejas y rabo…), ¡qué candelorio!, y las más jóvenes lavando las tripas y embuando. Mañana, tarde y noche
progresando en la tarea. La matanza tenía sus tiempos y tareas, y –como dice Manuel– ahí sí que
había cosas de hombres y mujeres…, y se ríe socarronamente (y me mira, mira…). El
encuentro de viejos y jóvenes daba también, al parecer, su juego: porque era una
escuela de picardeo y arrimo; de encender caras como cerezas a los más jóvenes
y soltar la lengua de esos pensamientos prohibidos; y los desmanes de más viejos reverdecidos en un día grande. Qué cosas me dice Manuel para
ruborizarme ahora…, a mí. Tampoco faltaba el contrapunto de rezos y recuerdo
para los mayores, los dichos de tal o cual pariente o las fechas y eventos destacados de sus vidas. Servía para
hacer una retrospectiva importante de la familia que les daba identidad, que
les hacía a todos partícipes de una familia y de un proyecto de vida. Infinidad
de detalles que se alejan sobremanera sobre esos simulacros (de museo) que –aunque
lo intenten– quedan tan lejos de una realidad que solamente nos la pueden
trasmitir nuestros mayores. En muy poco años las nuevas generaciones verán simplemente la matanza como algo esperpéntico, un espectáculo grosero teñido de contrariedades y crudezas, que en absoluto les puede trasmitir la hondura del día de la matanza. Creo que habría que ser muy celosos recopilando miradas. Quede aquí mi recuerdo para ese sacrificio anual de antaño que, por la sabia naturaleza, quedaba revestido de fiesta y alegría.