lunes, 12 de noviembre de 2012
Tradiciones santeras
De forma inesperada y escurridiza se nos presentan a veces ocasiones de mucho sabor, que nos permiten ahondar en nuestras cosas y tradiciones. El otro día, sin ir más lejos, se nos ofreció a varias coleguitas de la pandi una situación que ni piripintada..., una de esas ocasiones insólitas que te calan muy hondo (al menos a mí, y creo que a todas). La tarde, de luces muy cortas con prieta vespertina, estaba lluviosa, aciaga y sin mucho acicate para endulzar ni el cuerpo ni el espíritu; pues el agua en contundencia y sin tregua acaba siendo cansina y porfiona, ahogándote las mejores expectativas; aunque el ánimo lo tengas por las nubes y el cuerpo te pida marcha. La cosa es que decidimos pasar la sobremesa y la trasnochá en el corti de la Juani..., ¡y mira por esas que estaba el foro concurrido, con algunos familiares y varios abueletes al allego de la candela! Al principio vimos truncado el porvenir, que augurábamos de tranquis en la apacible soledad de lugar, con algún paseíto comedido y poco más. La cosa venía torcida, y acaso por peteneras (¡que dice el abuelo!), pero hay que ver cómo sabe la gente mayor entretenerse hablando y haciendo bromas, poniéndonos coloradas y enredándonos de cuidado. Creo que –como dicen– el fuego tiene ese encanto que te enciende el sentimiento; y mucho más cuando se está con buena gente dicharachera y una buena bota de vino; y (bueno) esos pastelillos que había comprado Juani. Poco a poco nos metimos, como suele ser costumbre, en las cosas de antaño, en los riscos y veredas del campo, de los oficios y desgracias de los antepasados; pero al tino de la celebración de Los Santos rápido salió a flote la festividad que al parecer tenía en los años pasados una fuerza amenazadora. Nadie como el tío Quico –que estaba presente– para ponerte los pelos de punta como escarpias, combinando el saborete del chiste fácil con el sentimiento más hondo (la muerte). Como si nada. Creo que todas (las amigas) quedamos embargadas en esa pesadumbre que representaba un día tan especial; con ese sentido de la vida que estaba aún aferrado en la tradición, a la Religión y a unas creencias firmes que ponían bien derecho al más empingorotado de los valientes. Quico, con su voz agrietada y cuerpecillo endeble, un tanto desarmado de refinamientos (en las palabras y en las formas), nos templaba bien el ánimo utilizando el tono cadencioso y sembrando de intriga sus cuitas: – ¡Que sí, chiquilla, que se metía el miedo en el cuerpo durante semanas! ¡Qué hombre! Entre risas y silencios nos arrastraba a esos años en que el día de los Santos eran una festividad grande..., muy grande. A esas vigilias familiares donde aún triunfaba el tronío de los mayores, reuniéndose al rescoldo de la candela para pasar unas horas interminables sembradas de recuerdos; con oración reiterativa y hasta plañideras. Con las campanas doblando a todas horas. En octogenario nos refería con un hilo de angustia esas lúgubres cantinelas de bajadajo que penetraban en las honduras del alma, removiendo las conciencias..., ¡y oye, que casi me daba miedo! Esos rezos con tantísimo respeto..., y los silencios sentidos..., y los recuerdos; y las invocaciones; y esas peripecias teñidas de sarcasmo de algunos bromistas en el cementerio. En el derrote de recuerdos en la lejanía –como él decía–, aquellas jornadas preñadas de intensidad parecían hacer revivir las almas de los muertos; o al menos agitar las de los vivos, que sería lo principal que buscaba la Iglesia. En el cortijo de Juani acabamos, curiosamente, como lo hacían antes al arrullo del fuego escuchando las consejas (qué palabras) de los abuelos. A ratos el silencio se petrificaba acunado por el soniquete del agua de afuera. Los poros del sentimiento y la emoción a flor de piel. Y por lo bajilis..., nosotras nos mirábamos con cierta gracia bobalicona, pero sentíamos por dentro el escozor de una tradición contada con el aliento de algunos que aún la conocieron de verdad. En el recuento de lo pasado, a la emoción desbocada (de entonces y de ahora) le seguían las alegrías, bromas y chascarrillos: porque el tío Quico y María de Guía nos contaban –también eufóricos– que eso era también una fiesta en toda regla: se comía, se bebía y se...; buscando siempre los momentos y lugares apropiados. Como la vida misma. Y se hablaba del campo y la sementera..., la montanera y los lechales, los desvelos de aquellas gentes y sus preocupaciones sempiternas. De los triunfos de la vida, de los vicios y las virtudes; de los jóvenes valientes y las mujeres honradas (¡vaya por donde!), de las perdidas y de las más decentes. Eran ya más de las tres de la madrugada cuando regresamos al mundo..., pues durante algunas horas la estela mágica de la memoria nos había trasladado a otro tiempo.