miércoles, 23 de abril de 2008

La Fuente de Piedra

Hay días en los que uno se levanta lleno optimismo, y no sabe bien porqué. Tal vez porque esta noche haya dormido mejor que otras, o simplemente porque el primer rayo de luz de la aurora me acarició suavemente el rostro. No sé muy bien. Lo cierto es que hoy me levante con el pecho enchido de alegría y optimismo, mirando al cielo y dando gracias por vida; que muchos días se me olvida, aún siendo lo más importante. Mi abuela decía que lo más grande es comprender bien la existencia de cada instante, de cada día, como si fuera el último y nos fueramos a morir mañana. Años más tarde comprendí que era toda una Filosofía, que estaba escrita desde hace siglos y que ha habido pueblos y civilizaciones que han enarbolado esa ídea como pilar existencial (carpe diem). Lo grande era, sin embargo, como una insignificate mujer de pueblo la decía y utilizaba sin ánimo de adoctrinar a nadie, sin prurito pedagógico alguno. De esta guisa que me he ido al trabajo con el ánimo por las nubes, teniendo muy claras las cuatro cosas que debía que hacer hoy, las imprescindibles (vamos, que no valen para nada); pero sobre todo disfrutar del sol de la mañana, de la conversación de los amigos y de los comentarios de la vecina. Aparte de la mejor píldora existencial, que no es otra que la de vivir con la lentitud de un paquidermo, degustando con la mirada el entorno, recreándome en la naturaleza y mirando, con ojo avizor, esa trepidante y vertiginosa vida de la que debemos de huir. Antes de salir de casa, muy temprano, me gusta mirar desde lo alto de mi terraza (que está muy elevada) el mundo ahí abajo; me siento como cabra montesina que desde un espectro superior, en posición altanera, observando con cierto desdén el alocado discurrir de los transeuntes, que desde la mañana caminan posesos por no se qué inercia; queriendo comerse el tiempo, sin percatarse siquiera que es precisamente el tiempo el que nos devora a nosotros (Que buena la representación Clásica de Cronos). Desde arriba, meditabundo y reflexivo, casi siempre me acuerdo de D. Fermín Pas y la eterna Vetusta, cuando se situaba arriba de la Catedral, oteando el horizonte de su existencia tan peregrina.
En el Paseo que me lleva al vaqueril, antes de salir del pueblo, he saludado a Zacarías; es también un caminante de primera como yo, y cuando yo voy el ya vuelve del paseo; pertenece a esa corte de mañaneros que un día sí y otro también cogen la madrugada por montera y hacen varios kilómetros; ¡quien lo diría hace años, que nuestros mayores tuvieran que hacer ejercicio como los americanos, programáticos y a su hora! Zacarías es de los de jubilados de reciente hornada, jóvenes como un tronco y con más vitalidad que una quinceañera; eso es lo que dicen al menos. ESo me hace a mí mucha gracia, pues quieren convencer a los demás con un discurso amable que, tal vez, enmascara esa dura realidad: una vida (la de todos, claro) dedicada totalmente al trabajo; de achaques un montón; y desgaste material cien por cien. Pero como dice Manuela, el que no se consuela es por que no quiere. Un servidor le ha saludado como siempre, con efusión y contento, porque repito que sentirse bien de mañana es lo mejor, aunque uno lleve el oficio por dentro. He proseguido mi marcha unos cincuenta pasos, hasta la Fuente de Piedra, y la verdad..., me he sentado un momento, acordándome de la vida y la existencia (filosofando, tal vez). He llenado los pulmones, y he pensado en la felicidad, mirando al infinito sin querer ver nada.
Después de un ratillo he metido sin querer mi mano en el agua, y con el tibio fresquillo del líquido elemento he salido de mi ensimismamiento. En ese brusco movimiento he apreciado a mi izquierda una especie de envoltorio en papel marrón, que estaba medio abierto, con varios hilachos sueltos y como abandonado. Rápido me ha llamado la atención, pues parecía un embalaje recién abierto, como de alguíen que lo ha dejado después de saber qué es lo que había dentro. Con cierto recelo me he acercado a mirar que era, por que en estos tiempos uno no sabe que barbaridades puede encontrarse en la calle. Con sumo cuidado he abierto bien el envoltorio, que tenía a su vez dentro otra cajita alargada. He mirado dentro de la caja a ver que había, claro, y ¡sorpresa! ahí estaba un papelillo con el siguiente texto: Para tí, con todo cariño, este obserquio en un día tan especial; para quien sabe vivir la vida con la mirada de un niño; para quien toca con las llemas de los dedos el agua de la mañana; para quien mira al cielo infinito con la esperanza de un preso. Para tí, recibe este regalo en el día del Libro: El amor en tiempos del Cólera.

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