viernes, 13 de julio de 2012

Los Ojos de la Muerte


La ópera prima de Antonio Arévalo Santos ha sido editada por la Diputación de Córdoba en su Biblioteca de Creación Literaria, y como la mayor parte de las obras de esta promotora ven la luz a trancas y barrancas, pues no debe ser la difusión lo que les interese. Tengo que decir que apenas si conozco al autor más allá de las referencias que me ha dado mi hermana Vero, señalándome que es el de la Televisión de Pozoblanco, que a veces he visto de largo en diferentes eventos cuando voy de compras y ocio. Poco más. Es al parecer un chico bastante polifacético, y he oído distintas versiones sobre sus talentos. Su libro me ha sorprendido por varias cuestiones, pues ya es atrevimiento el tema en que se embarga de sopetón, con un argumento clásico entre los clásicos de poetas, filósofos y pensadores de gran calado. Entrar de lleno en este laberinto tan verdadero del hombre ya tiene mérito por sí solo: que pareciera a priori tirarse al ruedo con muy poco trapo (porque necesita trastos buenos de torear, no por otra cosa) y un cornúpeto de cuidado. Sin embargo, la valentía se agradece siempre, y mucho más en los espontáneos que no son profesionales del toreo y lo hacen con todas sus vísceras. Aunque aquí parece, por lo que se lee, que no es ni mucho menos una salida repentina e impensada, más bien un salto al ruedo bien meditado y masticado en el silencio de muchos años. Porque la obra respira a mi entender bastante aliento alambicado en el silencio; la paciencia y la templanza en la pluma. De entrada me esperaba un texto de cortedad argumental y mediocridad en la gesta escribanil, pero no es eso precisamente el contenido. Tiene bastante fondo, y aunque la forma resulte un tanto endeble en la traza de los principales valores, me gusta la escritura y la propiedad con que lo hace. Tal vez me esperaba otra cosa más liviana. El chico tiene ideas y sabe bien por donde anda, sin que se le suban los aires a la cabeza; sabe lo que dice y dice lo que sabe. Y en esto del saber y del conocimiento tiene mucho que ver lo que se lee, y al parecer no anda parco de lecturas. Las ideas y citas de los hombres preclaros de la historia, que engruesan el texto con cierto ritmo y gananura, son un pilar bastante importante de la obra, pues a veces pareciera un compilatorio de un libro de citas o de buena sedimentación bruñida de erudición. El tópico argumental tiene sus ventajas e inconvenientes. Escribir sobre la muerte me recuerda al pintor que realiza una copia de Velázquez delante del original, y por buena que sea siempre veremos defectos sobre la genialidad del maestro; pues eso le pasa a esta lectura sobre un tema tan recurrente. Parece que estamos sobreleyendo esa estampa manida de la muerte como mujer fatal, erótica y sensual hasta la saciedad, hermética y hasta gótica y fantasmagórica. Es cierto que Arévalo pone su verbo y su palabra, pero sobre un paisaje muy trillado, donde despuntar en la creatividad resulta muy difícil. Con todas las dificultades creo que consigue sembrar un pellizco bueno en el lector, con cadencia e intriga, y escenifica bien la entente cordiale con esa muerte arrebatadora a la que es imposible ganar la partida; a veces, incluso, en su trama argumental plantea bien ese tocado de florete que gusta en la lectura, porque a los lectores nos apetece reflexionar, aunque las ideas sean mimbres de mayor o menor fuste. Asimismo Arévalo traza con cierto equilibrio (aunque no todos los temas, claro) esas grandes preguntas y esas torpes respuestas de los hombres, el sentido de la vida y de la muerte a la limón (la libertad, amistad, las últimas cuentas, el reconcome de la eternidad...). Y hasta se atreve de soslayo con Dios; dejando de lado las cuitas institucionales de la Religión, que darían muy bien para cien libros. Ciertamente no me disgusta la obra a pesar de la dispersión o elección de temas claves, y hasta se disfruta de esa manida dialéctica escenográfica en medio de la tormenta (a cubierto), en la sombra de la obscuridad y de la noche; ante esa fierecilla indómita de la muerte que se deja cariñosamente tutear (y te acaricia) ante el soliloquio introspectivo de un ebrio-cuerdo desahuciado de la vida. La última estampa del amanecer con la luz del aurea hubiera sido un final perfecto; sin mayor adorno ni arrope de conclusión. Qué atrevida soy. Lo dicho. Puede leerse.

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES
Vista Parcial de la Manifestación en la Estación de Villanueva