El auténtico talento supera todas las barreras del mundo. Martín llevaba toda una vida adosado a su mesa, al arrimo de su lamparita de neón y los cachivaches elaborados con la mayor satisfacción del mundo; saliendo a diario a su pequeño paseo embebido en sus meditaciones profundas, nada filosóficas, casi siempre en relación con sus artificios e invenciones. Nadie dudaba de su ingenio y capacidad desbordante, pues con limitados recursos había creado un sinfín de maquinitas bien prácticas: un rascador automático que llegaba a las partes más alejadas de la espalda; un celaje movido con mecanismos internos; un balancín de pies automatizado y un reposalibros multifunciones; y qué decir..., de todas las estufillas de los habitáculos de los congéneres de su eterna convivencia (amigables compañías a la sazón del tiempo), realizadas con mezquinos ladrillos y muelles de los camastros al arbitrio de pobres resistencias. Todo un alarde de técnica y mecánica resuelto con la pericia e inteligencia de un hombre cargado de sensatez. Hacía ya años que habían pasado los desatinos morales y desajustes de comportamiento. Ahora todo era vida cabal dedicada a la invención y la creatividad. Contaba con la quietud necesaria, el hábito y la solvencia precisa para dedicarse diariamente a nuevos retos. La generosa sociedad, que habitaba al otro lado del mundo, tenía con los trasgresores la deferencia de haberle concedido el mayor regalo del mundo: el tiempo. Le habían otorgado, al tenor de la diosa Fortuna, la gigantesca prebenda de cincuenta años en el penal.