sábado, 16 de febrero de 2013
Morre@ndo
Con la bonanza del tempero he salido de mañana a los contornos. Hoy me ha dado por otear el horizonte desde lo alto del penacho del Pozo Carmen, que son palabras mayores. Hace mucho tiempo que el silencio manda en el lugar, y solo suenan los ecos de otros tiempos. Muchos, por cierto. Desde allí la vista es espectacular, y se alarga la mirada por los bajuelos de otras tierras y regiones allende la comarca. Las escombreras plomizas en los pies del mastodonte dicen mucho y callan más de lo debido, porque saben de memoria las maquinaciones de un pueblo que antaño tuvo el corazón convulso; y hoy es simple rémora de ilusión transida. Las mansiones de los gerifaltes del emporio, de hace décadas, aún me susurran las pasiones de estas gentes que en el oficio de Vulcano, en superficie y sin riesgo en el infierno bajo de la mina, transitaban con placidez los atardeceres de la primavera en ciernes. Qué disparidad de vida de los unos y los otros, viviendo todos en un tiempo y un espacio; qué sentir tan diferente poseyendo todos corazones igualados, pero con revuelcos y pálpitos tan distintos; qué sentido de la vida unificado en el empeño, pero en plantas tan dispares con vistas desiguales. En el sólido silencio queda el dolor, que aúlla aún muy fuerte, pero ya no quiero detenerme en el pasado. Aquí se disfruta ahora de lo lindo, del campo y del espacio dilatado en la planicie. Subo y bajo, con zarandal olisqueando, de un lado para otro hasta que el resuello me detiene. En la acelerada bajada, hacia el socavón de la encantada mora, me tropiezo con Don Francisco sentado en las orillas del riachuelo: y echamos un rato de tarabilla maravilloso. Porque es de los que más conoce (me parece)..., y dice mucho sin presumir de nada. A media mañana me despido con amabilidad de él y del lugar dejando a las espaldas un hermoso recuerdo en la mirada.