domingo, 9 de diciembre de 2012
Majadeando
Desde lo alto del cerro miro con tristeza la desolación de un paisaje añejo, de resquicios humanos asolados por el tiempo. Nadie que no venga informado, y bien derecho, diría que a este lado de la tierra hubo antaño cositas de importancia. Y tal vez no fuera poca cosa, sino más bien porte de grandeza y con postín. El esqueleto amorfo y desaliñado de un emporio, dice Vero, que acaso fuera en otros tiempos trajín de cientos de personas; parece mentira. Ahora ya no queda más que el silencio y la soledad entre estos ripios de piedras y oquedades, mudas y casquivanas, que parecen soluciones mezquinas de una vida; vestigios incongruentes que apenas si nos hablan ni nos dicen lo que saben. Viejas reliquias rescatadas al tiempo –sin mucho miramiento ni empeño– de paredes y canaletas, pilones y túneles que seguro que esconden secretos bien guardados; oficios burdos (no tanto) de otros tiempos y esbozos de otras culturas, que entre la maleza desbordante dejar entrever las osamentas desmembradas, que tal vez sean las de un gigante adormilado. Tan grande puede ser su corpachón, escondido entre el repecho y la tierra en desazón, que acaso no despierte fácilmente de su sueño, si no se descubre el corazón: que ya hace tiempo que está muerto. Absorta en mi soledad, con la tibia caricia del sol allá en lo alto, apenas si escucho la amena cantinela de mi hermana, que se afana en explicarme todo aquello que se oculta entre las ramas. Zarandal corretea de un lado para otro y husmea por arriba y por abajo; y le da miedo mirar en las entrañas de estos túneles cargados de misterio. Y es que el animal intuye en sus adentros que la cosa tiene miga, que se trata de otra vida sumergida bajo el halo de otros vientos. Meditabunda y callada me despido correteando hacia abajo, hacia esa ermita de encendida devoción que, también sola, vigila de reojo con mirada recelosa los vestigios de la Majada