jueves, 21 de junio de 2012

Violencia machista


Suma y sigue, que la cosa no tiene fin. Los acontecimientos de los últimos días no hacen más que acumular tragedias a una larga nómina de eventos de violencia machista, que es interminable. Y fatalmente incomprensible, sin el mínimo atisbo de vislumbrarse el fin por ninguna parte. Los asesinatos de mujeres prosiguen por sus fueros sin solución de continuidad. Hasta pasan desapercibidos entre la vorágine de informaciones económicas y políticas que invaden nuestra cotidianidad. Desgraciadamente no se ha producido aún una auténtica concienciación de un problema tan cercano y tan nuestro, tan doméstico e incrustado en nuestros principios de moralidad. Denostamos la violencia de género en la distancia, nos ruborizamos, y hasta nos rasgamos las vestiduras si hace falta en fuegos de artificio (manifestaciones...), pero creo sinceramente que no tenemos asimilada la gravedad del problema y sus orígenes. Ni individualmente, ni como colectivo en términos de globalidad social. Los programas de pandereta (institucionales) que se ponen en marcha para subsanar la problemática no son más que una entelequia, un pobrísimo quitatelarañas que apenas si corrige algunos filamentos de la gigantesca malla social en que nos encontramos las mujeres; y mucho menos alcanza a entender la verdadera problemática del problema, que supone ni más ni menos que matar la araña. Hace años que se vienen realizando análisis sobre la violencia de género y sus parámetros, perfiles de víctimas y asesinos, entornos, clases sociales, edades..., etcétera, pero no parece que sirva de mucho afinar con los presumibles sujetos proclives a la violencia. Las razones más profundas de esta indefinición están en la ausencia de análisis morales sobre la sociedad española; sobre las desigualdades económicas y los principios consentidos sobre desigualdades y discriminaciones hacia la mujer que se viven con naturalidad. No niego que la cuestión sea compleja, que lo es y mucho, pero con letras gruesas se percibe que el machismo tiene pilares de sustentación en el rol tradicional de la mujer, su falta de autonomía económica y la consecuente inferioridad social, política y de otras naturalezas. En nuestro mundo están impregnadas las diferencias hasta la médula, y vemos con buenos ojos la dominancia del hombre en los cargos de mayor relieve social, el tamiz envenenado de esa mujer objeto que se promueve en la publicidad con esa belleza desorbitante, y esa femineidad edulcorante cargada de veneno; esa dominancia reprochable de deportes machistas que día y noche asimilamos como eventos cargados de normalidad, corridas de toros, carreras de coches de varones..., etc. etc. Se nos olvida que el machismo y su posición dominante responden a cuestiones de desigualdad y discriminación entre el hombre y la mujer..., y haberlas hailas y muchas. Convendría hacernos un buen repasito en todos y cada uno de los sectores, desde lo alto hasta lo bajo, en lo corto y en lo ancho. Ha pasado ya mucho tiempo desde que dejamos atrás la rancia sociedad tradicional de nuestros abuelos (que entendían el machismo en sus parámetros morales), pero en los jóvenes una servidora sigue viendo buenas dosis de machismo: en las parejas, en los recovecos domésticos, en el colegio (deportes, actividades...). A veces la progresía de escaparate de chicas jóvenes esconde una trastienda que deja mucho que desear; y en lo más recogido de nuestras casas se esconden cosas detestables. El flujo continuo y constante de violencia deja bien a las claras la presencia de uno de los mayores problemas de nuestra sociedad. La cuestión merece una reflexión profunda por parte de todos, sobre todo para alcanzar a distinguir los auténticos valores del ser humano, por encima de las adjetivaciones tan groseras entre hombres y mujeres, en las que sin duda se encuentra el caldo de cultivo de la desigualdad y la discriminación, que a la larga viene a desembocar en la violencia.

miércoles, 13 de junio de 2012

Jaroteando


A pleno pulmón, en el corazón de la Jara, Villanueva de Córdoba está impregnada del sabor de la tierra. Ninguno otro pueblo de nuestra comarca se encuentra tan arrebatado del paisaje de la dehesa y del sentimiento campero. Y hasta los veo a veces, si cabe, algo señoritingos en su porte caballeresco al arrimo de Virgen de Luna, como esos chulapones del latifundio inmundo (de otras provincias) que tan lejos se encuentran de nuestras esencias, del trabajoso pasado e ingente sacrificio. Pero los jarotes se sienten orgullosos de esa guisa y un tanto postineros (hasta me parecen), que acaso sea refriega innecesaria de celosillos con los más grandes y cercanos que le hacen sombra (es broma). Por el callejero jarote se anda mucho y con deshago, porque el poblachón es grande y dicharachero, alargadote en sus vértebras y de mucha sustancia en el caserío, que a ratos se enorgullece con caserones de cuidado. En uno de ellos, adecentado muy bien, hasta se come de lujo. Paseando por el centro con mi amiga Manoli, al arrullo de San Miguel, aprecio cierta vidilla y contento de las señoras, que andan con agitación innecesaria, aunque tampoco detestan la cantinela del chismorreo y la hebra con la vecina cuando de intereses se habla. Villanueva tiene un no sé qué de orgullo postinero, y es que al sol naciente de la tierra tiene apegos de los más desaforados del rincón de la comarca, que le rinden pleitesía. Se ven algunas tiendas y bares de servicio y cierto señorío, a las que no les falta empaque y han sido institución desde antaño –según me dicen–. En el Mercado se siente el hormigueo de la sangre viva de las señoras (mayoritariamente), y se toma bien el pulso de la economía doméstica de este pueblo. Me gusta observar y detenerme aquí y allá en los puestos de fruta, carnes y pescados..., porque se capta muy bien y muy rápido la respiración económica y anímica, y aquí se come bien decente, y se sabe comprar con tiento; y desgraciadamente también escucho con demasía las quejumbres de las que nos habla a diario la cajita tonta. Aunque el corpachón lo tiene Villanueva de pueblo grande, basta con patearlo bien para darse cuenta de su prurito de ciudad en ciernes, de su pasado notable y su realce destacado en no pocos detalles. El hondo sentimiento religioso que me cuenta mi jarota favorita lo avala con su iglesia, algún convento, ermitas y resquicios de otro tiempo (Cristo Rey, Sagrado Corazón, Obreras). Lamentablemente lo vemos todo por fuera y de corriendo. De pasada me presenta un tipo curioso y entendido de la Historia, que debe ser distingo de la casa al tenor de la forma en que le habla. A mí me gusta conocer todo, y pongo atención a su discurso (que es amplio y entusiasta), pero al tenor de lo que dice necesitaré un ciento de visitas bien completo; y es tiempo que no tengo de momento. Pero acepto al tal señor las gentilezas que me dice, las visitas que me ofrece (a las dos, creo) y otras cosas para ver con más ahínco. Con la premura de siempre, porque el ganado no espera, tomamos un refresco en un local señero del centro con algunos mayores y clientela respingona de la que mira lo que le interesa. Villanueva es un pueblo grande.

sábado, 9 de junio de 2012

Andando sin concierto


La mayor parte de las veces disfruto con lo más sencillo. Simplemente pateando los caminos y dehesas de nuestra tierra, atravesando arroyos y comtemplando vestigios de aquí y allá. A veces derrochando pulmón con Juani, cortijeando, otras veces sola o con la pandi por lo menos fragoso y más refinado del paisaje edulcorado. Pero con el abuelo es sin lugar a dudas cuando más aprendo, descubro y me emociono con lo que sabe. En los mayores se encuentra (yo al menos) la pura raza de los hombres de campo, las esencias de la tierra, del aprovechamiento del paisaje y las ocupaciones del ganado en el espacio. Manuel sabe mirar el cielo y la tierra como nadie, porque como dice él de ambas cosas nos viene a los agricultores y ganaderos lo principal. Y créanme que su decir es trascendente, y va mucho más allá de la rústica economía campestre. Siempre que salimos sin tiro fijo le veo mirar al horizonte oteando el calibre del tempero, y su observación no es vana. Sabe lo que mira y mira lo que sabe con fruición (por eso de que la experiencia es la madre de la Ciencia), como quien escruta una pintura abstracta para captar el alma del pintor; aunque él lo hace sin divagación alguna ni espuria meditación, y con mucha verdad y conocimiento. Caminamos sin prisa y con deleite siguiendo simplemente el itinerario inercial de nuestros pies, sin tasa de contención del término ni remilgo alguno de alargarnos en el derrote de la mañana. El abuelo quizá siga instinto de remembranza y no me pone coto alguno en lo que le pregunto, alargando siempre sus respuestas con la sapiencia de un cicerone cabal que lleva muchos años en el museo de nuestra tierra. Con el cielo abierto y un venticello agradable avanzamos por el arroyo de Santa María con paso quedo, observando a la redonda y calibrando aves y pedruscos por doquier. Y el sempiterno recuerdo de un pasado laborioso en el que pateó día y noche estos andurriales que hoy conoce al dedillo, y me explica como quien te enseña las vísceras del corazón en carne viva. Los recovecos del Molino de las Aguas y la Aguililla; las amistades del cortijo de los Cahices y los vecinos del Saltadero a poniente, con el trasiego contante de ganado por la cañada de Torrecampo. Sin faltar a mi curiosidad sobre el Arroyo del Muerto. Andando andando, a troche y moche (que todo hay que decirlo), nos aventamos hasta el Rubial Bajo, oteando allá en lo alto el Haza de la Mata mientras me contaba las intrigas antañeras del cortijo de Raimundo. Quizás el abuelo no tenga la cabeza para recordar lo que le dije ayer, pero su mirada guarda un baúl completo de conocimiento y una existencia repleta de matices. Un registro exhaustivo de estas piedras y el sabor profundo del arroyo de Santa María, de esos años que él cuenta en que corría con la fuerza de una torrentera de la Sierra. Ahora se desvanece el curso en la inhóspita sequedad del silencio. Con el arrullo de la soledad, que solo se rompe tímidamente de siglo en siglo con algún esparraguero perdido. Me sangran los ojos cuando me cuenta a pies juntillas la vida de un campo que ya ha muerto definitivamente: No por nostalgia ni desazón del tiempo, sino por la emoción embargada de unas formas de vida que únicamente prevalecen en la retina de nuestros mayores. Solamente en ellos habita la esencia de los encinares.

jueves, 7 de junio de 2012

Lancheando


Como una piedra en el camino, casi un accidente ocular en la carretera, o incómodo obstáculo para nuestra inconsciencia, aparece y desaparece Fuente la Lancha. Sin mayor reflexión para nuestros adentros. Ayer pasaba despacio, un tanto queda en mis cuitas ganaderas, sorprendiéndome la reflexión anterior, y me detuve con decisión. Así soy de impulsiva. El escuálido poblamiento se me parece a un fruto de coco, alargado y de cascarón robusto, pero con hermosa catadura dulce al interior y saborete agradecido. La Lancha es también de sabor un tanto singular, y hay que probarlo con fruición y entusiasmo para tomarle gusto y comprobar de facto que está bueno. La verdad es que por dentro te sorprende. Al ras de la carretera me encontré con un chicuelo de poco más ocho o diez años, morenete y chatín, graciosillo y extrovertido; expectante cuando me dirigí a él y un tanto receloso, por eso de que en estos lares las paradas de coches siempre son llamativas cuando no se trata de los vecinos (pues conocen todos los coches según me dijo). Claro que Rafaelín –que así se llamaba el chiquillo– mantenía también su prevención con mi pinta (creo), con esta cresta que ahora llevo y la falda ajustada a juzgar por sus miradas. Con todo tuvo arrestos de acompañarme durante un buen rato, pasado el primer envite, alegre y desenfado. En poco más de cincuenta metros, al rurún del paseíllo y la hebra de algunas señoras me enteré que era hijo de Marina y nieto de Severino. Bueno es saberlo. A mí me sirvió de cicerone como nadie, y en poco me puso al tanto de lo más grueso; y de otras cosas me fui enterando a arrullo de algunas conversaciones animadas que pudimos entablar con algunos vecinos. Lo bueno que tienen estos pueblos pequeñitos es que son grandes en amabilidad, y completamente afables: no hay una persona con la que te cruces que no te entre en materia y te cuente y que te informe hasta de lo más personal. Bueno, tanto, que el Rafaelín y una servidora tuvimos que cumplir en la casa de un difunto, como de familia. Así son las cosas. El pueblo me sorprende siempre en su quietud, pero de vitalidad intensa en este resquicio elevado de la geografía occidental, abrigado muy de cerca por los hinojeños y villaduqueños. Que cerca y que lejos. La modestia de algunas casas del centro parece enfurecerse con esas altaneras construcciones de nuevo cuño, con casas remozadas sin ningún criterio de elegancia ni sensibilidad por la tierra. La abuela Micaela –risueña como ella sola– me dice que cada cual hace y deshace a su antojo..., y para gustos hizo Dios los colores; y le asentí por su amabilidad. Con el mozuelo ufano a mi lado visitamos la joyita de Santa Catalina, que te transporta a otro tiempo con solo mirarla; a su manera me contó el chicuelo los recovecos más íntimos de bandoleros de otros tiempos, y hasta me acercó a la casa del Palomo –tal cual me lo dijo–, y no andaba muy perdido (aunque tampoco encontrado, pero..., bueno). La Lancha parece como un corazón acompasado a su entorno, que pierde y gana fuelle según te alejas y adentras, con su ritmo asistólico y un encinar circundante (y tan hermoso, a pesar de su dispersión) que dan ganas de pasear a lo lejos para alcanzar el horizonte sangriento, porque ayer templaban estratos en el cielo abierto de la tarde. De buena gana hubiera ido, si no me esperarán las vacas, a los vestigios del Cuzna que nos ofreció María de Guía, la joven y amable prima de mi pequeño guía, o las vaguadas del Guadamatilla y Lanchar, que según dicen son buenos parajes para el descanso. Habrá tiempo, porque solo por sus atenciones desinteresadas me convencieron de completo. Lo dicho. Qué injustos somos a veces pasando sin mirar estos pueblos tan nuestros que simplemente nos parecen un hito en el camino. Y sin embargo hay vida..., mucha vida y buena gente.

lunes, 4 de junio de 2012

Habemus Papam (COVAP)


Dígase así a la maniera eclesial del orbe católico, aunque se trate del capelo colegiado de la feligresía vacuna. Este fin de semana hemos visto la fumata blanca después del sínodo del colegio cardenalico y sus milites. Al igual que en la curia, salió lo que se esperaba, pues no faltaba más, pues el sacro colegio adquirió la túnica en el tenor de la tradición. Y el Papa pretérito es sabio y es justo, e inefable, que son prebendas del sucesor en la cátedra de Pedro. El pueblo intercesor del mandato habló firme y claro, sin mixtura de voces perturbadoras ni mensajes deformantes de disidentes, que haberlos hailos siempre. Hasta en la Iglesia. Los pecados se purgan en el purgatorio, que para eso se inventó el sacramento de la penitencia. Lo que haya de venir, vendrá, y de nada sirve (al parecer) espolvorear dislates de culpabilidad (o culposidad). La COVAP ya tiene de nuevo presidente y consejeros, y mira al horizonte con esperanza –y falta que hace–, y apostemos porque estén iluminados en esta andadura plagada de baches y recovecos. Una trabaja con afán y no le ve mucha grasa a la cosa (desgraciadamente). Ya no son los tiempos de antaño (todo esperanza) ni los del crecimiento a espuertas..., ahora hay que sudar tinta en la camiseta y demostrar al mundo lo que se es y nuestros argumentos de valor. De verdad que yo no entiendo mucho de las cuitas de las altas esferas, soy simplemente un peón de base agarrado a la teta de la vaca en lo más prosaico y menos nutritivo (el trabajo). Mi hermana Vero me ha intentado explicar –un tanto a su modo y manera– el affaire y sus triquiñuelas a la luz de la humareda, pero no sé si la he entendido bien con estas paradojas de la floritura metafórica. Dios de Dios, luz de luz, que los ministros de la Iglesia –dice– vienen predestinados. Y la fe del Pueblo es el motor de las vaquerizas, y pelillos a la mar. Será que el embrollo de la crisis, y sus consecuencias, también han dejado en blanco purpureo de la leche su mácula...,¡Y al líquido temblando! O tal vez las cuitas de las sombras del colegio purpúreo, con capas impolutas del cardenalato. En todo caso, blanca humareda para serenar los espíritus inquietos. Que no son tiempos de espolvorear la parva, que sopla el ventero fuerte de la sierra..., y como dice mi abuelo: Sierra trapera con gorra..., no hay arroyo que no corra.

sábado, 2 de junio de 2012

Miradas...


Ya me ha ocurrido en otras ocasiones, y acaso tenga la cosa alguna curiosidad. Esta mañana cuando llevaba una novilla al tropel, de la corrala de la vaqueriza hacia la era con mi traje de faena (porque no trabajo con taconazo ni de pitiminí), unos chicos jóvenes de Pozoblanco –que venían de festolina (tal vez del instituto) y estaban de diáspora pueblerina por los alrededores– me miraron de esa forma queda y contenida que deja el alma en ascuas. Creo que no es malicia ni mala intención, más bien involuntaria contención cargada de viejos prejuicios o deshabituación a que las mujeres trabajemos en el campo y con el ganado en los mismos términos que los hombres. En esa inspección contenida, que se nota mucho, plagada de intriga e incredulidad encuentro ramalazos de no sé qué..., tal vez residuos de machismo ancestral o una incomprensión que no entiendo en absoluto. Claro que la situación es un tanto grosera, desconsiderada y de bufa; sobre todo cuando observas un respeto devenido de la cuestión de género. Todo Dios puede mirar lo que quiera, faltaría más, y yo lo hago sin comedimiento sobre lo que me interesa, pero cuando te miran (mira..., mira...) como un bicho raro, cuando menos te sorprende. Aunque yo me río y sigo con mi tarea, tan alegre y campechana. Puedo decir bien alto y claro que trabajo en lo que quiero y como quiero, en contacto siempre con el campo y los animales, al lado de mi familia y sin privarme de nada de lo que me interesa. No sé porqué el trabajo del campo y de quienes nos dedicamos a ello deja siempre en los urbanitas (de pacotilla) y en mucha población un rescoldo de denostación, cuando esta comarca es esencialmente, y lo ha sido siempre, agrícola y ganadera. Nuestros padres, abuelos y antepasados han vivido de este oficio dignamente (en la entereza del término), y no tenemos nada que ocultar ni de lo que avergonzarnos. Entiendo que a algunos yogurines les llame la atención que siga habiendo gente que vive del agro (curiosamente), como en los ancestros de la humanidad), pero me cuesta entender por qué llamamos la atención las mujeres (que también han estado siempre en el tajo del oficio), y mucho más las jóvenes que nos dedicamos a esto. La cuestión tiene miga, pero de muy mala estofa. En mi entorno deben de estar ya acostumbrados y no suscita la mínima curiosidad, aunque para otros parece que sí. Tal vez se deba tal denostación a los sacrificios inmundos de antaño en el oficio, a la suciedad y su dureza (igual para hombres que para mujeres), que en parte prevalecen en la actualidad (no iguales) frente a otras profesiones, pero nada hay de indigno ni de miserable. Más bien todo lo contrario. Mucho orgullo y normalidad completa en lo que hacemos. Buscando el progreso y decencia en nuestra tierra con todos los mecanismos que tenemos a nuestro alcance (maquinaria, informatización, estadísticas...). Seguramente una buena mayoría de esos jovencitos (algunos años más pequeños que yo) que se admiran y prevalecen quedos no tendrán siquiera, para su desgracia, el aliento ni la magnífica posibilidad de trabajar en el campo ni con las vaquerizas.

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES

QUE PARE EL TREN EN LOS PEDROCHES
Vista Parcial de la Manifestación en la Estación de Villanueva